Tenía por delante cinco días para llegar a Harare (capital de Zimbabue) y recibir en el aeropuerto a Juan y Eduardo. Una semana antes me habían comunicado a través de un correo electrónico que aprovecharían las vacaciones de navidades para acompañarme durante quince días, visitando Zimbabue y Bostuana. Aún me quedaban varios miles de kilómetros hasta Harare. Tenía que atravesar la mitad de Tanzania, Malaui, parte de Mozambique y Zimbabue.
El autobús que tomé desde Dar es Salaam, capital de Tanzania, hasta Lilongwe, capital de Malawi, fue una terrible odisea. Veintiocho horas sin descanso bajo un calor asfixiante y húmedo, en un vehículo a rebosar de pasajeros, con los pasillos obstruidos por toneladas de equipaje, un conductor trastornado, carreteras en estado innombrable y una interminable espera, incluida humillación y soborno, en la frontera con Malawi. En el autobús entablé amistad con los dos únicos pasajeros no africanos, John y Teresa, dos veinteañeros de Australia y Portugal. Se habían conocido en Nairobi trabajando para las Naciones Unidas y pretendían disfrutar juntos unas vacaciones románticas en Zimbabue. No imaginaban lo se les venía encima.
En el puesto fronterizo entre Tanzania y Malaui el oficial de aduanas decidió arbitrariamente bloquear el paso a los tres occidentales del desvencijado autobús tanzano, dándonos a entender que sería bienvenida una contribución monetaria a la causa aduanera. Con un gesto desdeñoso y moviendo la palma de la mano hacia abajo nos sugirió que esperásemos sentados algunos minutos. Mientras los pasajeros africanos obtuvieron su visado de entrada casi inmediatamente, Teresa, John y un servidor pasamos horas esperando a que los funcionarios se dignasen a atendernos; no queríamos contribuir pagando un soborno. Con gestos autoritarios y muecas de desprecio, sugirieron que esperásemos hasta que estuvieran menos ocupados. Mientras tanto bromeaban y holgazaneaban detrás del mostrador. Para tranquilizarme me engañaba repitiendo la frase de Tierno Galván: bendito sea el caos, porque es síntoma de libertad.
Pasaron muchas horas y anocheció, la barrera de la frontera se cerró, el puesto de control quedó semivacío y los pasajeros africanos de nuestro autobús aguardaban impacientes al otro lado del puesto fronterizo. Los tres permanecíamos sentados en el mismo banco, con el trasero dolorido, en una espera estéril. El cabreo había mutado a cansancio y pesimismo. Entrada la madrugada, un funcionario de Malaui hizo un gesto para que nos acercáramos al mostrador. El oficial ojeó con desgano nuestros pasaportes y perdonándonos la vida manifestó que tendríamos problemas para obtener el visado de entrada a Malaui. Sin embargo, en un acto de suprema benevolencia, podría interceder ante su jefe para, dada la situación especial y el hecho de que les habíamos caído bien, obtener una autorización especial para acceder a su país. Con el rabo entre las piernas y comiéndonos nuestro vapuleado amor propio, tuvimos que acceder. Satisfecho, el funcionario desapareció con nuestros pasaportes, y regresó minutos después con una amplia sonrisa y el visado estampado en la hojita. Pero tan beatífica intercesión tenía un precio de diez dólares por cabeza. Con el rabo entre las piernas y de mala gana sacamos los billetes de nuestros bolsillos. Entrada la madrugada, el autobús retomó su trayecto hacia Lilongüe con bastantes horas de retraso. Mientras todos dormían yo no paraba de darle vueltas a mi cabeza. La corrupción mantiene postrado a este pueblo. Muchas horas de insomnio después serpenteamos por las desoladas y sucias calles de los suburbios de la capital de Malaui. La rabia y sensación de impotencia permanecían intactas, y me volvía a plantear las preguntas habituales:
¿Cómo ha llegado África a esta situación? ¿Hay justificación para tanta pobreza y corrupción en este continente olvidado? No conozco a nadie que haya dado aún con la respuesta. Mientras mas te documentas, informas y lees, más difícil es llegar a una solución. Sin embargo, me gusta la explicación de Ryszard Kapuscinski cuando escribe en Ébano que los europeos somos culpables de una colonización desastrosa:
Estando en África, el europeo no ve mas que una buena parte de ella: por lo general, ve tan solo su capa exterior, que a menudo no es la más interesante, ni tampoco tiene la mayor importancia. Su mirada se desliza por la superficie, sin penetrar en el interior, como si no creyese que detrás de cada cosa pudiera esconderse un misterio… la cultura europea no nos ha preparado para semejantes viajes hacia el interior, hacia las fuentes de otros mundos y de otras culturas. El drama consistió, en el pasado, en el hecho de que sus primeros contactos recíprocos pertenecieron a una esfera dominada por hombres (europeos) de la más baja estofa: sicarios, pendencieros, delincuentes, traficantes de esclavos etc… no se les pasó por la cabeza el intentar conocer otras culturas, respetarlas, buscar un lenguaje común. En su mayoría, se trataba de torpes e ignorantes mercenarios, sin sensibilidad alguna y a menudo analfabetos. No les interesaba sino conquistar, masacrar, saquear. De resultas de tales experiencias, las culturas – en lugar de conocerse mutuamente, acercarse y compenetrarse – se fueron haciendo hostiles las unas frente a las otras, y en el mejor de los casos, indiferentes… las relaciones interpersonales habían empezado a fijarse de acuerdo con el criterio más primitivo: el color de la piel.
Kapuscinski sigue diciendo: “En tiempos anteriores a la colonización (no hace mucho) en África habían existido más de diez mil países, entre pequeños Estados, reinos, uniones étnicas, federaciones. El historiador Oliver…centra su atención en la paradoja, aceptada de manera generalizada, según la cual los colonialistas europeos llevaron a cabo la división de África. ¿División?, exclama Oliver asombrado. Brutal y devastadora, pero mas bien fue una unificación: el numero diez mil se redujo a cincuenta.”
Cuando se fueron los europeos, a mediados del siglo XX, comenzó lo peor, y transcurrió en dos etapas:
la primera etapa ha consistido en una descolonización rápida, en conseguir la independencia. Optimismo, entusiasmo y euforia se adueñaron de todo el mundo. La gente estaba convencida de que la libertad significaba un techo mejor encima de su cabeza, un cuenco de arroz más grande y unos zapatos, los primeros en la vida. Que se produciría un milagro: la multiplicación del pan, de los peces y del vino. No se produjo nada de esto. Todo lo contrario: (en la segunda etapa) aumentó vertiginosamente la población, para la cual faltó comida, escuelas y trabajo. Decepción y pesimismo no tardaron en reemplazar al optimismo. Toda la amargura, rabia y odio se dirigieron hacia las propias élites que, voraces, se dedicaban a llenarse los bolsillos lo más deprisa posible. En un país que no tiene una gran industria privada, donde las plantaciones pertenecen a extranjeros y los bancos también…, una carrera política es la única posibilidad de amasar una fortuna.