Se dice acertadamente que los parques naturales de Botsuana están entre los más vírgenes y salvajes de África. Afortunadamente no sufren la sobreexplotación de los parques de Kenia, Sudáfrica o Tanzania. Eriza los vellos detenerse a observar las interminables sabanas arboladas y ricas en agua, coronadas por fofas nubes grises y esponjosas a punto de descargar. Afortunadamente, la infraestructura turística aún no está muy desarrollada. Sin embargo, para nuestro disgusto de mochileros, la escasez de turismo en este país se debe, en parte, a los altos precios. Como vimos después en Namibia, el gobierno promueve un selectivo turismo de alto poder adquisitivo. El acceso a los parques naturales cuesta veinte euros al día, y más cuesta acampar. La mayoría de los turistas y visitantes son ejecutivos europeos que trabajan en las minas, voluntarios bien pagados de ONGs y ricachones que vienen pocos días, gastan mucho, dejan enormes propinas y no dan un paso fuera de su tour organizado.
El río Okavango, con 1.300 km de longitud, nace en el centro de Angola, baja hasta Namibia y se hunde en las sabanas de Botsuana. Lo llaman el río que nunca encontró el mar. Hace dos millones de años el Okavango llegaba hasta el océano, pero una intensa actividad tectónica lo desvió y lo asfixió en el corazón del desierto del Kalahari. Este fenómeno es parecido a dejar abierta una manguera sobre la arena de la playa. Es el delta interior más grande del mundo, no desemboca en una gran masa de agua. Este delta es un extensísimo laberinto de canales, lagunas e islas, cuyo tamaño es algo menor que Suiza. En el extraño y enorme oasis provocado por la abundancia de agua conviven todo tipo de animales. Como el cráter de Ngorongoro, es un paraíso aislado provocado por un accidente natural. La Unesco lo ha declarado Patrimonio de la Humanidad. El agua sube y baja según la estación de año, y los ríos, canales e islas aparecen y desaparecen. Al igual que los desiertos del Namib Naukluft en Namibia, la fisonomía de este onírico enclave cambia cada año. Llueve en Angola hasta final de abril, y las aguas crecidas llegan en junio al lecho seco del delta. Julio, Agosto y Septiembre son los meses adecuados para explorar la maraña de canales, sentado sobre la paja esparcida en el interior de un mokoro. El mokoro es una estrecha canoa de ébano tallada en un tronco, muy estable e ideal para aguas poco profundas, impulsada por un guía con una pértiga que se yergue en la popa.
La zona más profunda y virgen del delta es el Moremi Wildlife Reserve. Un guía nos había dicho: con que solo veais un diez por ciento de la fauna que os vigila oculta, tendréis una experiencia inolvidable. Cada minuto crecía nuestra ilusión ante la expectativa de, a pie y en canoa, encontrar la vida animal en todo su esplendor.
Para acceder a la zona protegida de Moremi contratamos en Maun, muy temprano por la mañana, una excursión de tres días. Sólo dos horas después estábamos embarcados en una avioneta que en cuarenta minutos nos depositó, tras un vuelo digno de la película Memorias de África, cerca de Gunn´s Camp, campo base para las excursiones situado en el centro de una zona húmeda y de densa foresta, de difícil acceso por carretera. Nos apeamos del bimotor de seis plazas en una primaria pista de tierra compactada. Minutos más tarde, la avioneta dio ruidosamente media vuelta y nos abandonó buscando las nubes, dejando atrás la franja amarilla y polvorienta. A unos cincuenta metros un sonriente nativo aguardaba pacientemente sentado en la terminal, un tronco rugoso y podrido. Durante 15 minutos nos condujo por un cómodo sendero entre la maleza a las instalaciones de Gunn´s Camp: varias tiendas de campaña de mediano tamaño, con sus cuartos de baño y un pequeño bar. Allí nos esperaba el dueño del camp, un sudafricano blanco, y dos guías propietarios de sendos mokoros. Estábamos ansiosos de comenzar la odisea entre animales salvajes.
La partida se produjo rápidamente y sin preámbulos, zarpando los cinco a mediodía. No retornaríamos a Gunn´s hasta transcurrir los tres días. La primera jornada la pasamos semi-tumbados sobre el fino lecho de paja esparcida en el hueco de nuestros estrechos mokoros, como quien se sienta en el suelo de su casa viendo la televisión, apoyando la espalda en el sofá. Surcábamos despacio los poco profundos canales que se adentran en la reserva de Moremi. A diferencia de otros parques naturales de África, el delta también se puede visitar haciendo largas caminatas, sin vehículo, o navegando en un mokoro impulsado por la larga pértiga de Matthew, mi guía africano. La velocidad de desplazamiento de la rudimentaria embarcación es lenta, pero la fauna salvaje que se divisa desde esta privilegiada tribuna está tan al alcance de la mano que a veces da pavor. Hay que respirar profundo, henchido de satisfacción, cuando miras hacia delante y ves que la proa de tu mokoro rasga la débil cortina de espigados papirus que emergen del agua, y detrás divisas enormes llanuras sembradas de obesos baobabs descarnados y una vegetación que no habías visto antes, y todo coronado por un cielo sembrado de nubes de porte majestuoso y caprichoso. Disfrutas escrutando nutridas formaciones de aves que sobrevuelan tu cabeza o descansan agrupadas en la orilla del canal, que en una ordenada desbandada remontan el vuelo cuando te acercas, creando instantes de sombra. Te asombras al toparte a la derecha con gacelas que pastan confiadas, te miran y vuelven indiferentes a su quehacer. A la izquierda un elefante bebe mientras su vástago se retoza en el barro.
En ocasiones tuvimos que detenernos y esperar a que los elefantes terminaran de beber y se alejaran, o flanquear sigilosamente a los peligrosos hipopótamos en un momento de distracción. Dicen que la riqueza avícola del delta es la más variada y abundante de África. Desde el mokoro vimos muy de cerca jacanas africanas, ibis, loros, búhos, águilas, buitres, snakebirds, cálaos de enormes picos que descansaban, pescaban o buceaban. Por las noches acampábamos en medio de la reserva, sin ninguna protección y arropados por el murmullo de animales y aves en libertad.
A última hora de la tarde desembarcamos cerca de una gran explanada. Juan, Eduardo, los dos guías y yo armamos las pequeñas tiendas de campaña mientras observábamos con preocupación como a pocas docenas de metros pasaban grupos de elefantes. Afortunadamente nos ignoraban de una manera insultante. Bien entrada la noche, en las largas horas de insomnio, los tres dábamos vueltas en el saco de dormir aterrorizados por los rugidos de leones y otros depredadores, que con libertad y nocturnidad vivían sus rutinas muy cerca de nuestras frágiles tiendas. Es increíble a que velocidad y riqueza funcionan los fotogramas de la imaginación cuando uno tiene miedo. Juan dice que no pegó ojo y pasó la peor noche de su vida. Para rematar, a las cuatro de la mañana nos cayó el cielo encima entre un festival de truenos y relámpagos. Me pasé la noche achicando agua del interior de mi tienda de campaña.
Como complemento al tronco-canoa, el walking safari es una interesante variante para disfrutar de cerca la fauna salvaje, sin molestarla ni espantarla. Nos dejamos llevar por la experiencia del guía. Cualquier huella o rastro sirve para especular sobre la presencia de grandes mamíferos en libertad. Seguimos la pista de ramas rotas, huellas, desechos orgánicos y sonidos y olores, y encontramos antílopes de varias especies, impalas, hipopótamos, chacales, hienas, mandriles, perros salvajes africanos y muchos elefantes. Dicen que en el delta habitan cocodrilos del Nilo y los siempre escurridizos leopardos, pero no llegamos a verlos.
Un día estábamos tomando una foto debajo de un baobab en las estribaciones de una zona boscosa. De repente, y sin mediar palabra, Matthew salió disparado, como un resorte. Corría a toda velocidad, mientras nos hacia señas con el brazo para que le siguiéramos. Lo hicimos sin preguntar ni entender que ocurría. Poco después nos dimos cuenta que corríamos escasos metros detrás de un león y una leona que huían, enseñando sus traseros y mirando molestos hacia atrás. Nuestra única protección era un inofensivo palo de madera que Matthew blandía amenazadoramente (sic). Desde niño siempre imaginé que sería yo el que, aterrorizado, correría delante de los leones. Nuestro guía nos explicó después el porqué de que el rey de la jungla tema a los humanos: hace sólo tres años vivían en esta zona más de un millar de leones. Hoy quedan sólo treinta parejas. La caza furtiva amenaza con extinguir la especie en esta zona y en muchas otras partes de África. Pocos años antes, por la misma causa, se extinguieron los rinocerontes en esta zona.
El Delta de Okavango ha quedado grabado en nuestras retinas y en la tabla rasa de nuestra memoria. No olvidaremos el goce intenso y sin tapujos de una naturaleza muy salvaje, en un estado primario, y sin interferencia humana. Tuvimos la sensación de que todo aquello era nuestro. Tuvimos la sensación de estar muy lejos del turismo que hoy abarrota muchos parques y reservas de Africa.