Tras la experiencia en Benín y recuperado de la breve pero intensa enfermedad me encaminé hacia una misión católica cerca de Dapaong, en el Norte de Togo, a 700 km de Lomé y muy cerca de la frontera con Burkina Faso. Las doce horas de furgoneta desde Lomé hasta Dapaong fueron un auténtico suplicio. Viajé encerrado en un viejo trasto por una carretera llena de profundos baches, a temperaturas asfixiantes y con sobrecarga humana (todos nativos africanos) y de mercancías. Además, el africano que se apretaba y sudaba a mi costado estaba absolutamente seguro que él sería el próximo presidente de Togo.
¿Recuerdas las escenas de la re-educación de Malcolm McDowell en “La Naranja Mecánica?”. Como siempre, parábamos cada veinte minutos para sobornar al soldado de turno encargado del control de carretera. En una jornada pasamos de una vegetación exhuberante y un calor tórrido y húmedo en el sur a los parajes calurosos, secos e inhóspitos del norte del país.
El padre Pepe regenta la misión católica de Dapaong con una autoridad derivada del enorme respeto que le profesan los aldeanos, sean cristianos o animistas. Pepe es un granadino de 35 años, estatura media, viste como un laico, campechano y con una energía y ganas de vivir envidiables. Aterrizó hace un año y aún tiene dificultades con los dialectos locales. Pero no importa, porque todos los días hace auténticos milagros entre cientos de nativos que acuden a pedirle ayuda.
Pepe tiene bien entrenado a su cocinero Umbu. Nada más llegar, me preguntó en francés (no habla español):
Umbu: cést quoi finco?
Contesté: finco?
Umbu: por el c… te la hinco. ¡¡ Ja Ja Ja !!
Poco después yo le devolví la jugada al padre Pepe a través de Umbu…
Umbu: je suis mones
Padre Pepe: mones?
Umbu: no me toques los c…. ¡¡ Ja Ja Ja !!
Durante los días que estuve en la misión, Umbu no paró de pegarnosla con palabras que terminaban en “ones” Con la ayuda de dos ancianas monjitas francesas, Pepe administra una extensa diócesis con miles de fieles. Pero también hace sus pinitos como médico y cura/venda/extirpa las heridas e infecciones de una larga fila de aldeanos de todas las edades que por las mañanas se agolpan frente a su puerta. También es profesor en varias escuelas y coordina la actividad educativa de su diócesis, organiza ferias en las calurosas aldeas para recolectar dinero y reconstruir el techo de alguna escuelita destruida por las torrenciales lluvias de la estación húmeda. Pepe financia un exiguo presupuesto numerosos proyectos locales, como la creación de una escuela de costura para elevar el miserable status social de las mujeres y jóvenes de Dapaong.
O la construcción de un albergue para proteger el inevitable apaleamiento de algunas ancianas viudas que son condenadas al azar por el brujo de la aldea, sólo porque a varios cientos de metros un recién nacido está maldito, esto es, la madre ha parido y las piernas han salido primero. O la construcción de una residencia para alojar y proteger a las jóvenes que escapan de un matrimonio arreglado por las familias cuando ellas aún no han nacido.
Es habitual que chicas de 15 o 16 años se conviertan en la tercera o cuarta esposa/esclava de algún rico anciano que paga una generosa dote a la familia de la desafortunada. Etc.
Al observar a Pepe, me acordaba de Indiana Jones…
Después de tres días en la misión, dejé Togo y entré en Burkina Faso (antiguo Alto Volta) camino hacia Mali, en el corazón del Africa Subsahariana. Su capital Ouagadougou (Ouaga) tiene poco de interés. Como muchas capitales africanas, es grande, fea, sucia y calurosa. La llegada a Ouaga fue anecdótica. Te cuento otro típico ejemplo del transporte público y la filosofía de vida en Africa
Occidental. Pasé doce horas a más de 40 grados para recorrer sólo 250 km, con 19 personas apretujadas hasta lo indecible en una pequeña furgoneta, que se averiaba y pinchaba cada pocos kilómetros (arreglar sólo una avería nos consumió tres horas), pararnos a sobornar o suplicar el paso en más de 20 controles de carretera.
Llegamos a Ouaga a medianoche. Soltamos al primer pasajero en los suburbios de la ciudad. Después descargamos en el Mercado Central durante una hora y media las 80 cajas de chocolate (!!) de 15 kilos -cada una- que iban ilegalmente sobre el techo de nuestro vehículo (aun me pregunto como se mantuvieron arriba todo el viaje). Estaba deseando meterme en una cama. Pero ocurrió lo que no había previsto: la gorda que se sentaba a mi lado descubrió que el pasajero que se había apeado en los suburbios un rato antes le había robado un zapato de una bolsa. A las dos de la madrugada la furgoneta con todos sus pasajeros regresó a los arrabales de Ouaga para buscar al ladrón.
Tras muchas vueltas por callejones inmundos, el chofer tuvo un momento de claridad mental y decidió que el caco se había esfumado. Volvimos a Ouaga. A partir de este momento, la furgoneta y sus 18 pasajeros inició la búsqueda de una pensión económica para mí, “le blanc”. Primer tugurio, no hay cama, segundo, tercero y cuarto, tampoco. En cada parada todos se bajaban para acompañarme a la recepción. En la quinta pensión: ¡aleluya! Todos me despidieron con sonrisas y abrazos. Aquí los problemas siempre tienen solución.
La próxima etapa era el País Dogón, en Mali. El viaje Ouaga-Mali toma varios días por carreteras de tierra y polvo a lo largo de una estepa semidesértica. La distancia es corta pero los transportes son escasos. En el camino me detuve una noche en Ouayghia, un pueblo burkinabés sucio y populoso. Paseando antes de acostarme me enteré que esa misma noche televisaban el amistoso de fútbol España-Francia. Pague 10 pesetas por un lugar en la azotea del club social. Durante el partido, fui el único que gritó a favor de España entre 150 burkinabeses francófonos.
Por desgracia nuestra selección perdió y me quedé con las ganas de mofarme de la multitud.
Llegué a Bankass, ya en territorio de Mali, tras hacer muchos pequeños trayectos en autostop y tragar toneladas de polvo. Para un hombre blanco es fácil moverse por Africa a dedo. Mali es uno de los cinco países más pobres del mundo y 20% de su PIB proviene de donaciones externas. Bankass es el punto de partida para entrar en el universo Dogón. Los dogones son una tribu de 30,000 africanos que viven en pequeñas aldeas y su hábitat es una aislada zona desértica en las faldas de la Falla de Bandiagara. Han conseguido mantener una religión, arte y costumbres autóctonas.
Los dogones resisten heróicamente los embates de la arrasadora expansión del Islam en el Africa del Norte y Occidental.
La etnia Dogón fue expulsada de sus asentamientos hace 1000 años. Emigraron hacia el sur en busca de refugio más al sur y llegaron a Mali. Construyeron sus asentamientos suspendidos en los bordes de la falla para escapar de los pueblos y animales hostiles que vivían en el llano. Crearon una espectacular arquitectura colgante, una agricultura en terrazas y un sistema de enterramientos y tumbas muy particulares.
Da la impresión que los dogones viven estancados hace 300 años. Hace un siglo descendieron de la escarpada falla y hoy viven en el llano a la sombra de la enorme formación rocosa. Son absolutamente dependientes de los escasos pozos de agua subterránea. Sus extravagantes ritos y ceremonias animistas hacen que sea un lugar muy interesante para visitar. Por suerte y gracias a las inclemencias del sol el turismo aún no se ha disparado, pero la afluencia se está multiplicando en los últimos años.
El País Dogón y otros lugares fabulosos como algunas zonas de China, Tibet y Chile son tesoros que hay que darse prisa para conocer antes de que sucumban ante los zooms de las hordas japonesas y los cultivados comentarios de jubilados tejanos. Con un improvisado grupito que formé con una francesa compañera de trayecto y un guía contratado en Bankass nos dirigimos a Ende, el poblado dogón más cercano.
Viajamos subidos a un carrito tirado por un buey. En los días siguientes caminamos hasta Yabatalu y Benigmato. La civilización Dogón está esparcida por unas 15 aldeas a lo largo de la falla. Con temperaturas muy por encima de los 40 grados nos movíamos para visitar las aldeas. Aprovechábamos el “fresco” de las primeras y últimas horas del día. Durante la tarde era imposible mover un dedo. El calor era espantoso. Dormíamos bajo las estrellas en los tejados de las casitas de barro de las aldeas Dogón.
Tras abandonar las aldeas dogonas continué, en una odisea más sobre cuatro ruedas, hasta Djenné (Mali). Djenné es una ciudad 100% negra y musulmana situada en el delta del Níger. Su peculiar arquitectura de casas y mezquitas de adobe con esquinas redondeadas, calles estrechas y un impresionante mercado todos los lunes hacen de Djenné, junto a Zanzíbar, uno auténtico deleite para cualquier fotógrafo o amante de Africa. Durante los días siguientes desanduve el camino y regresé a Ouagadougou, capital de Burkina. Por casualidad llegué al comienzo de la Copa Africana de Naciones, una competición futbolística parecida a la Copa de Europa.
Mientras hacía gestiones ante el comité organizador para obtener una acreditación de periodista (que me fue denegada por mentiroso) conocí a un africano sobrino del ex primer ministro de Camerún. Gracias a él me pase tres días almorzando y cenando con los jugadores del la selección nacional de Camerún y hablando de Boca y Argentina con Tchami, el ariete del equipo. Asistí a la ceremonia de inauguración y animé al equipo de Burkina como si fuera uno más.
Llevo tres días en Ghana. Hoy me ha invitado Diego, el embajador español, a almorzar en su casa con su esposa. En tres días salgo hacia Abidjan en Costa de Marfil. Viajaré bordeando la playa y aprovecharé para visitar algunos de los numerosos fuertes que los europeos construyeron hace un par de siglos para hacinar a 15 millones de esclavos africanos antes de embarcarlos para America y el Caribe. Desde Abidjan, a casita. Lo necesito porque mi aparato digestivo no se cansa de jugarme malas pasadas.
Por último dejo un huequecito para los homenajes. Quiero mencionar el trato que he recibido de algunas amigas africanas. Shariffa en Tanzania, Diane en Malawi, Joyce en Botswana, Fidele en Togo, Fátima y Mandina en Burkina, Gladys en Ghana y Sabara en Kenia. Casi todas tenían unos cuerpos de ensueño y me sacaban un palmo de altura.
Hasta la próxima