Me enfrenté a la segunda baja. Juan debía regresar a Madrid, desandando por tierra los miles de kilómetros que habíamos recorrido juntos por caminos y pistas desde Harare, Zimbabue. Le esperaban tres días de viaje en los que bajaría de una furgoneta sólo para dormir y orinar.
Pero antes de su partida aprovechamos para sacarle jugo a las gigantescas dunas que rodean Swakopmund. El primer día fuimos con un grupo de ingleses a practicar Sand Dune Boarding, un extraño deporte de riesgo. Desde la cresta de dunas de mas de 250 metros de altura, equipado con gafas de sol, guantes, casco y una fina y sencilla tabla rectangular que parece extraída del fondo de un armario, te deslizas a gran velocidad por largas e inclinadas pendientes de brillante y compacta arena ocre. Borbotones de adrenalina durante el vertiginoso descenso. A 80 kms por hora controlas tu dirección rozando levemente la arena con la puntera de la bota. Un error o tropiezo a esta velocidad y rebotarás contra la dura arena durante varias docenas de metros. Con más ganas de jaleo, al día siguiente alquilamos dos quads (motos todo-terreno de cuatro ruedas) y subimos y bajamos durante horas por las olas del océano arenoso.
Juan se marchó. Me volví a encontrar huérfano de buenos amigos y de un ambiente protegido. Sumido en la nostalgia busqué refugio en los planes de viaje de Enzo, nuestro vecino en Sams. El italiano había alquilado un viejo Volkswagen Golf blanco con la intención de recorrer durante cuatro días las pistas de una porción de la costa Namibia y del desierto Namib Naukluft.
Al día siguiente nos pusimos en marcha, y doscientos kms al norte visitamos la reserva de Cape Cross, donde unas cincuenta mil focas retozan compactas en una apestosa colonia, al borde de la rocosa orilla del Atlántico sur. Ese mismo día cambiamos de rumbo hacia el Sur, en busca de unas lechugas gigantes llamadas Welwitschias. Son extrañas plantas que crecen en medio del desierto, no florecen hasta los 20 años y viven más de mil años, y algunas hasta 3.000 años. Absorben las microgotas de agua que flotan en el aire en una niebla que cubre como una manta las silenciosas y quietas horas tempranas en el desierto.
Continuamos hacia el sur durante el resto del día, zigzagueando con precaución a lo largo de interminables y peligrosas pistas de arena y piedra, como escarabajos en un paisaje lunar. Teníamos miedo de sufrir una avería mecánica; no había asistencia técnica posible. Equipados con una tienda de campaña, muchos litros de agua, gasolina extra, neumáticos y comida de sobra, recorrimos seiscientos kilómetros por el desierto más antiguo del mundo.
Dicen las guías turísticas de postín que en el desierto de Namib Naukluft, con suerte y con una luz adecuada, se pueden ver los paisajes más mágicos. El clima seco durante el día y brumoso después del amanecer es consecuencia del choque de la corriente antártica de Benguela con los vientos tropicales. Durante el día te derrites a más de cuarenta grados y por la noche te congelas a temperaturas bajo cero. La fricción térmica da lugar a terribles tormentas de arena que bloquean el sol y penetran por las más finas rendijas. Este choque de fuerzas ha cubierto el paisaje con un pesado mar de arena e impresionantes dunas. Son arenas de cuarzo con vivo color rojizo, anaranjado, violeta y crema que se desplazan milímetro a milímetro, sin prisa pero sin pausa, esculpiendo líneas perfectas y ondulaciones caprichosas. Un viento incesante acaricia y transforma cada día las crestas de arena. Una foto satelital muestra la geometría de esta alfombra anaranjada que muta como las olas que no rompen, a cámara muy lenta. Cuando el viento sopla desde varias direcciones, las dunas adquieren forma de estrella.
La guinda de este fantástico y a la vez fantasmagórico planeta extrasolar son las dunas de Sossusvlei, con epicentro en una charca de agua limpia y transparente, casi seca rodeada de troncos secos y torturados y de telón, las dunas más altas del mundo, con más de 300 metros de altura. El quieto reflejo de este Himalaya arenoso sobre el agua inmóvil del estanque produce un efecto irrepetible que hace valer la pena cualquier paliza por áridas e interminables pistas. Impresiona subir a una duna elevada y observar un desierto interminable que nos hipnotiza y oprime. Pero no todo es jauja: que cuesta la misma vida ascender 300 metros de duna, porque a cada paso tus pies se sumergen muchos centímetros en unas arenas blandas, casi movedizas. Tras tanta belleza, y una vez escondido el sol en el seno de algún gigante rojizo teñido a negro, Enzo y yo nos cobijamos en nuestras tiendas de campaña. Permanecimos dos días en Sesriem, a sesenta kilómetros y punto de acampada autorizado más cercano a Sossusvlei.
Regresamos del desierto y nos quedamos un par de días en Windhoek, donde preparé la próxima etapa del viaje.
Necesito volver a Namibia. Me he quedado con ganas de ver la legendaria Costa de los Esqueletos, que asciende hacia el norte besando el furioso Atlántico sur. Cientos de kilómetros, desde Swakopmund hasta la frontera con Angola. Dos solitarios millones de hectáreas costeras con playas de arena y dunas infinitas. Se dice que esta costa es el lugar más inhóspito del mundo. Durante la época de los descubrimientos fue ignorada por los exploradores marítimos por lo traicionero de las corrientes costeras y sus peligrosos bancos de arena. Encallar en estas brumosas y desoladas playas suponía una muerte segura, ya que caminando hacia el interior sólo encontrarían desierto, leones hambrientos, elefantes y rinocerontes. Se dice que hasta hace algunos años una especie semi extinguida de leones del desierto husmeaba en las playas repletas de herrumbre y esqueletos de barcos naufragados, en busca de alimento entre cetáceos encallados o algún lobo de mar desprevenido.
Citando de nuevo a J. Reverte en su viaje a África:
“Creo que el ojo del hombre debe ver las cosas por sí mismo, respirar con sus propias narices los aromas de las plantas, de los animales y de los otros hombres, tocar con sus manos las manos de hombres de otras razas, pisar con sus propios pies la tierras más lejanas. El alma del hombre tiene que recuperar la pasión de la aventura y no esperar a que se la sirvan en la pantalla de un televisor o en las salas de un cinematógrafo. Y la gran aventura es siempre el viaje.”
“Deberíamos viajar sin tregua y alentar en nuestro pecho un corazón de mzungu”.
Durante las próximas semanas cambiaré totalmente de tercio, aunque continuaré por un África sub-sahariana diferente. Viajaré por África Occidental. Quiero conocer y escribir sobre Togo, Benin, Ghana, Costa de Marfil, Burkina Faso y Mali.
Me cuentan que allí encontraré lo más profundo del África negra, una civilización poco contaminada por el turismo y por los restos de una desastrosa colonización europea.