Describo en formato diario, día por día, las más de dos semanas de navegación.
Día 1: Bahía de Macoma, en la isla Hook
Desde temprano por la mañana Kathy y yo salimos a comprar provisiones, que en Australia son baratísimas. Mucha pasta y pan, algo de carne, cosas para el desayuno, leche y té, embutidos, comida preparada, salsas de todos los sabores, fruta variada, bollos, galletas y dulces, chocolate, agua mineral, refrescos, ron y whisky, y un par de gruesos libros. En el muelle enchufamos la manguera y cargamos el depósito de agua potable. Revisamos los últimos detalles como un sobrecargo de abordo antes de un largo vuelo transoceánico, y zarpamos con poca ceremonia y mucha ilusión desde la marina de Airlie Beach, cuando el sol brillaba alto en un magnífico día. Enfilamos proa hacia la isla Hook (anzuelo), una de las muchas beldades del archipiélago Withsunday Islands. Durante todo el día y bajo un sol espléndido zigzageamos entre numerosos islotes con playas de arena blanca y tranquilas aguas turquesas. Para terminar la primera jornada de navegación, en la oscuridad de una media noche rasgada por el brillo de una media luna, anclamos casi a tientas en un recodo de la bahía de Macoma. Próximo al Tak-Away sonaba intranquila y con escaso ritmo la campanilla de un espectacular velero, cimbreada por culpa de las olitas que golpeaban suavemente los bajos del casco. La oscura silueta se balanceaba en las negras y tranquilas aguas. Con la ayuda de prismáticos y la escasa ayuda de la luna y las estrellas oteamos con curiosidad el lujosísimo velero de cien pies del magnate de la prensa Rupert Murdoch. En su cubierta adivinábamos inmóvil la silueta de un helicóptero. En el interior, el contorno oscuro de alguien sentado en un sofá con el brazo extendido sobre el respaldo, que veía las noticias en una pantalla gigante. Nos fuimos a dormir. Cuando emergimos por la escotilla del Tak Away, a las seis de la mañana del día siguiente, el velero había desaparecido. Desayunamos té con leche, galletas, fruta y pan con mantequilla y mermelada.
Día 2 y 3: Whitehaven Beach
Serpenteamos plácidamente durante todo el día entre las deshabitadas e idílicas islas del Parque Nacional Whitsunday Islands, fondeando al anochecer a escasos metros de una playa insular, de unos tres kilómetros con forma de arco. Estaba vacía y bajo la luna brillaba una arena blanca acariciada por un mar tranquilo de aguas negras y cristalinas. Una docena de silenciosos veleros fondeados en cuyos mástiles repicaban los cables de acero nos acompañaban en espera de un nuevo amanecer. Nos zampamos unos magníficos espaguetis a la boloñesa que había preparado Kathy, y Bill nos contó quitándole importancia que con motivo de la regata anual de maxi veleros Hamilton Race Week se celebraría al día siguiente enfrente de nosotros en Whitehaven Beach (suena como playa del cielo blanco) lo que ellos llaman la fiesta playera más grande del mundo.
¡Que sorpresa chaval! Estas cosas se avisan antes…
Ante tamaña expectativa, me cuesta conciliar el sueño. A las siete de la mañana siguiente saco la cabeza por la escotilla y observo estupefacto que estamos rodeados por más de cien veleros de todos los tamaños y formas. Y en el horizonte se perfilan las velas hinchadas y proas de muchas más embarcaciones que se acercan. Giró la cabeza 180 grados y veo como en la playa hormiguean cientos de personas febrilmente ocupadas, levantando chiringuitos de lona e inflables gigantes, descargando cajas y barriles de cerveza desde sus dinghis, en fin, organizando algo grande. Varias horas después, ya al mediodía, el espectáculo en la playa de Whitehaven es absolutamente espectacular. En ella saltan, corren, juegan o simplemente charlan en grupo cientos de regatistas, descalzos y bañador, con aspecto de surferos, cerveza y bocadillo en mano, acompañados de sus amigos que han llegado en barco desde Airlie Beach para no perderse la fiesta. Llegamos a la playa acurrucados en el dinghi, la mini-chalupa con motor del Tak-away. Una vez en la playa me acerqué al chiringuito y Bill y yo tomamos la primera cerveza, mientras Kathy se entretenía con gente que habría conocido en alguna juerga nocturna en los bares de Airlie Beach. De repente, Bill me señala con el índice un carguero que se acerca, de unos 50 metros de eslora, de color verde oliva y semejante a los buques rectangulares utilizados el día D para llevar a la infantería a la playa de Normandía. A pesar de su gran tamaño zigzaguea hábilmente entre los numerosos veleros fondeados y se acerca hasta la misma playa hasta que con un ruido sordo encalla la proa cuadrada en la arena. En ese momento hace silbar una ensordecedora sirena y deja caer estrepitosamente sobre la orilla su enorme rampa frontal, vomitando varios cientos de hooligans de entre 18 y 35 años que botella de cerveza en mano toman la playa por asalto. Mientras tanto, los enormes altavoces de los chiringuitos les dan la bienvenida y escupen una música estruendosa y animada. Que fiesta. Durante todo el día y hasta la puesta de sol bebimos cerveza y comimos. Todos, conocidos o no, participábamos en concursos playeros: carreras de obstáculos con los pies atados y otros ocurrentes concursos, voleibol, frisbee, rugby etc. Encontré a varios conocidos de Airlie Beach. Me harté de comer arena jugando al rugby-playa contra los voluminosos aussies. ¡Esto es Australia!
La jornada habría parecido la última bacanal antes del juicio final, pero al caer el sol los chiringuitos estaban desmontados, todos se habían marchado agotados y Whitehaven Beach había quedado limpia y desierta. Increíble. Los mástiles y las popas de docenas de veleros se alejaban silenciosamente en el horizonte rojo, mientras por el otro lado emergía tímidamente un enorme disco lunar. No quedaba el menor vestigio del caos. Me prometí que algún día durante el resto de mi vida tendría que regresar a una nueva edición de la fiesta playera por antonomasia.
Dia 4: Upstart Bay
En otro magnífico día, con un sol cegador y un cielo sin nubes, el Tak-Away surcó más de 60 millas naúticas. Una barbaridad. Navegamos sin interrupción durante quince horas, ayudados en popa por un fuerte viento de 20 nudos, con la vela estirada y embuchada. Los dos cascos se deslizaban espectacularmente hacia abajo desde las crestas de las panzudas y voluminosas olas. Kathy y yo nos sentamos sobre los cojines de proa para tomar el sol y disfrutar de esta brisa firme y cálida. Bill irradiaba felicidad. El Tak-Away era dueño y señor de los mares. Tras consultar nuestra posición a través del GPS y detallados mapas costeros, Bill decidió anclar en la Bahía de Upstart, el lugar más protegido de la zona. Esta bahía quedaba abrazada por un incisivo apéndice de arena que se adentra varios kilómetros en el océano. Al caer la noche, la brisa se había convertido en un incómodo viento de fuerza 6 o 7. Nos fuimos a dormir a pesar de que las rachas de viento iban en aumento. Tak-Away se zarandeaba más de la cuenta y Bill se mostraba intranquilo.
En algún momento a mitad de la noche me desperté sobresaltado. Resonaban en la cabina pasos nerviosos de alguien que correteaba en cubierta. Asomé la cabeza por la escotilla, todavía medio dormido. Estaba muy oscuro y el viento azotaba furioso. Ví a Bill corriendo de un lado para otro, con gesto desencajado. Gritó con impaciencia y sin mirarme que el ancla se había desenganchado y hacía un buen rato que flotábamos a la deriva, en la oscuridad en una noche con la luna tapada. No tenía idea de donde carajo estábamos. Por suerte, las rachas de viento y la marea aún no nos habían lanzado contra la playa o las rocas. Una potente linterna no sirvió para situarnos porque la costa aún estaría lejos. Los cables metálicos azotaban violentamente el mástil y el catamarán se movía epilépticamente, zarandeado por las olas que nos habían sacado de la bahía. A ciegas arbolamos la vela mayor a medio mástil. Recuperamos el control de la embarcación con ayuda del motorcillo de popa, el impulso de la vela que flameaba ruidosamente y el buen hacer de Bill. Usando el GPS y la brújula enfilamos rumbo a la costa. Tardamos algún tiempo en localizar un refugio algo más seguro. Por fin encontramos una playita más protegida del viento. Tras muchos intentos, el ancla enganchó en un fondo arenoso y poco profundo.
Cuando los ánimos se calmaron, Bill y yo tomamos varias cervezas en su cabina. Fuera, el viento aún rugía. En la otra cabina Kathy seguía durmiendo, como un oso en hibernación.
Día 5: Cape Bowling Green
La mañana siguiente nos despertamos algo más tarde, para saludar un día feo, frío, nublado y todavía ventoso. Bill propuso una jornada completa de navegación dirección Norte. Arbolamos media vela, zarandeados como una cáscara de nuez entre oscuras montañas de miles de toneladas de agua.
De repente, sobre el mediodía, Bill gritó algo ininteligible mientras señalaba con el dedo. Corrí a trompicones hacia el pico de proa. Escudriñé el horizonte con ansiedad sin saber que buscar. Bill gritó “Whale, whale!!” (¡ballena, ballena!). En ese momento, delante de nosotros y a escasos 50 metros, ví emerger entre ola y ola una inmensa mancha negra con el brillo de hule mojado. Con pánico nos dimos cuenta que su trayectoria era directa hacia el Tak-Away. Un momento después desapareció bajo la superficie. Recé angustiado para que volviera a dejarse ver. Bill manejaba frenéticamente el timón y me gritó que arriara las velas. Kathy tiraba una y otra vez con fuerza del arranque manual del motor, que no respondía. Aún no percibía bien lo que estaba ocurriendo. La mancha se acercaba cada vez más y resoplaba escupiendo agua por una abertura con forma de ombligo. Poco antes de impactar con el inmenso lomo de carne y grasa, el Tak-Away cambió bruscamente de rumbo, impulsado por nuestro motorcito de siete caballos que gritaba, exprimido hasta el límite. Observamos con la respiración entrecortada como el enorme cetáceo pasaba, sin inmutarse, a menos de tres metros a estribor.
Tras el susto, Bill nos explicó: “o nos apartamos, o nos lleva por delante“…
Estábamos a 9.000 metros de la costa.
Dias 6 y 7: Townsville
No es nada fácil que tres desconocidos de nacionalidades y generaciones distintas compartan pacíficamente una superficie de 15 metros cuadrados durante 24 horas al día. Durante la primera semana de navegación tuve algunos choques dialécticos con el patrón por su agresiva manera de impartir órdenes. A la llegada a Townsville estaba tan cabreado que había metido mis bártulos en la mochila, listo para largarme. Esperaba con ansiedad el primer puerto para despedirme definitivamente.
Sin embargo mi beligerancia aminoró cuando desembarcamos en esta ciudad, la más importante de la costa Noreste australiana. Amarramos en el puerto deportivo durante dos lluviosos y fríos días. Nos separamos para descansar y Bill y yo zanjamos nuestras diferencias en la barra del bar de la marina, mientras nos atiborrábamos whisky y ron, acompañados por toscos y extrovertidos australianos tatuados hasta la médula. Al día siguiente me entretuve en una sala de videojuegos, discutí con Kathy, me colé en dos salas de cine, comí un montón de hamburguesas con patatas fritas, hice las paces con Kathy, fuimos juntos de compras al supermercado, homenajeamos a Bill con una pantagruélica cena a bordo y terminamos tumbados en cubierta, boca arriba, mirando el cielo estrellado y rodeados de vasos vacíos.
Dia 8: Magnetic Island
Durante el verano austral esta pequeña isla es uno de los destinos turísticos más populares de Gran Barrera de Coral. La Isla Magnética (no supimos donde viene este nombre) está salpicada por preciosas y pequeñas playas vacías. En el corazón, una jungla impenetrable. Aunque la desagradable lluvia había cesado, el clima seguía intratable y los días eran grises y fríos, bajo un cielo plomizo. Kathy y yo paseamos por algunas playas, nos hicimos fotos e intentamos sin éxito adentrarnos en la jungla, mientras Bill tomaba algunas cervezas en un triste chiringuito playero para ricos con tejado de hojas de palmera.
Dia 9: Orphers Island.
El tiempo va mejorando. Kathy y yo leemos y tomamos el sol en cubierta mientras Bill se ocupa de una relajada navegación. Por la tarde, fondeamos en una playita de la Isla Orphers y correteamos por la playa durante la tarde. Sin novedades.
Dia 10 y 11. Zoey Bay, en la isla de Hinchinbrook.
Nos despertamos para saludar con alegría una mañana fantástica de cielo limpio y sol radiante. Por fin. Pero faltaba buen viento para navegar. Con esfuerzo y tirando del motor avanzamos algunas millas para descolgar el ancla en Zoey Bay, otra de la maravillas de la Gran Barrera de Coral. Fondeamos en una playa desierta de 4 km interrumpida por varias desembocaduras poco profundas, algo más caudalosas que un arroyo. Como siempre, playa, arena y edén. Cerrando el decorado, una impenetrable maleza verde que escondía sonidos y se bamboleaba con la brisa. Bill nos desaconsejó nadar desde el Tak-Away hasta la playa por la posible presencia de cocodrilos de río. Tras desembarcar del dinghi decidí hacer algo de ejercicio, mientras Kathy paseaba y Bill buscaba objetos útiles husmeando en una montaña de desechos de naufragio escupidos por el océano. Por la noche, en la más absoluta paz y tras una frugal cena a base de espaguetis a la boloñesa (otra vez) y fruta, nos acostamos temprano bajo un cielo impresionante coronado por una enorme luna llena, una brisa templada y un Tak-Away mecido por olitas que traqueteaban pacientemente contra la madera del casco.
Nos levantamos al amanecer y Bill y yo nos internamos con el dinghi hacia el interior de la isla, aprovechando la marea alta que anegaban durante algunas horas estos pequeños deltas. A medida que nos adentrábamos en la jungla aumentaban el calor, la humedad y los ruidos de aves y anfibios. Buscamos con ahínco y sin suerte cocodrilos de río, que suelen tomar el sol en las orillas tapadas por retorcidos manglares. Desconectamos el motor y remamos sigilosamente, siempre flanqueados por una tupida cortina vegetal, hasta que llegamos al nacimiento de esta corta vía fluvial, cerca de una imponente mole de piedra que se alzaba majestuosamente 600 metros en el corazón de la isla. En algún lugar más arriba una fuente vomitaba agua hacia una cascada que caía en una laguna de aguas cristalinas. Retornamos hacia el barco con prisas porque la marea comenzó a bajar. Cada 50 metros teníamos que levantar el motor y bajar de la chalupa para empujar. Llegamos al Tak-Away cuando el sol se escondía detrás de la mole rocosa. Kathy nos esperaba en cubierta con una magnífica ensalada y filetes. Al día siguiente hicimos otra excursión parecida, esta vez con Kathy.
Dia 12. Canal de Hinchinbrook. Scraggy Point.
La isla de Hinchinbrook esta separada de la masa continental australiana por el estrecho Canal de Hinchinbrook. El Tak-Away retrocedió sobre su estela desde Zoey Bay, bordeando el sur de la isla para retomar el canal en dirección Norte, contra del viento. Tras zigzaguear todo el día en estrechas ceñidas, vigilados a babor y estribor por majestuosas moles de roca, llegamos a Scraggy Point. Allí fondeamos para pasar la noche.
Dia 13. Dunk Island
La Isla de Dunk es otra belleza de la costa Este australiana.
En otro soleado día de navegación, con ligeras brisas soplando desde el Sur, avanzamos sin velas y exprimiendo el motor, a paso de tortuga. Un día más tumbados en la cubierta de proa leyendo o disfrutando del paisaje costero. Navegábamos siempre con la Gran Barrera de Coral a babor y anónimas playas desiertas a estribor. Durante las últimas horas del atardecer refrescó, nos abrigamos y al amainar el viento arriamos el velamen. Tak-Away enfiló la proa hacia el interior de un archipiélago cuyos oscuros contornos habían comenzado a emerger sobre el horizonte a medio día. Pasamos tímidamente entre pequeñas colinas y bultos surgidos del agua que dejaban entrever fabulosas playas sin rastro humano. En los estertores del día, de pie en la proa, fotografié en mi memoria el lento hundimiento del enorme disco rojo tras una densa e indómita vegetación. Bill señaló con el índice a proa hacia el horizonte y nos informó que quedaba poco para llegar a Dunk Island. En esta pequeña isla se erige uno de los complejos turísticos más caros de la costa australiana. Una vez fondeados, tras recoger las velas, nuestro patrón me prestó una chaqueta y corbata. Con esfuerzo descolgamos por estribor el dinghi motorizado, y tras perder de vista la silueta del catamarán, quebrar en la penumbra lujosos yates y rodear furtivamente varias playitas sin gente, plantamos nuestros pies descalzos en la arena. Con cabeza alzada y porte digno nos colamos como señores en la lujosa terraza-restaurante del resort, comportándonos como clientes habituales. Jugamos al billar, bebimos discretamente y nos abstuvimos de hablar con los demás, no fuera a ser que no pillaran. No regresamos al Tak-Away hasta que el barman nos invitó a abandonar el lugar, estaban cerrando. Eran las dos de la mañana y nos habíamos quedado solos.
Dia 14. Encima de la Gran Barrera de Coral (Great Barrier Reef)
Nuestra Tak-Away se encontraba ya a menos de 100 millas náuticas de Cairns, destino final y meca turística de la costa Noreste australiana. Por la mañana Bill propuso adentrarnos 30 millas en alta mar para disfrutar de cerca la Gran Barrera de Coral. Durante toda la singladura la barrera nos había acompañado invisible, protegiéndonos contra la furia del Océano Pacífico. Era un día soleado y caluroso, aunque escaso de viento. Llegamos a la barrera algo más tarde de lo previsto, cuando ya era hora de darse la vuelta. Con prisas aguzamos la vista para observar esta mastodóntica serpiente rocosa e irregular, cubierta por una cabellera ondulante y multicolor, que se dejaba ver a través de las aguas cristalinas varios metros por debajo del casco. Fue una pena que no tuviéramos tiempo para bucear y sentirla de cerca, jugando y alimentando a los pececillos multicolores que suelen vivir cerca de las zonas coralíferas. Con el deber cumplido a medias, viramos hacia la costa para evitar que nos atrapara la oscuridad cerca de los peligrosos arrecifes. Bien entrada la noche Tak-Away enfiló proa a Mourilian Inlet, un lugar frío y asfixiantemente húmedo. Fondeamos en aguas quietas protegidos por los solitarios muelles de una enorme planta procesadora de caña de azúcar. Esa noche atrapé un resfriado que me duró más de tres semanas.
Dia 15. Isla de Fitzroy.
Estaba ansioso por retomar contacto con la civilización. Había terminado de leer las dos novelas que había comprado, de Morris West y Robert Ludlum. Sin lectura, las horas se hacían mas largas. Navegamos un día completo bajo un cielo despejado. Al anochecer llegamos a otro lujoso complejo turístico, esta vez en la isla de Fitzroy. Chaqueta y corbata. Zigzaguear en el dinghi entre lujosos yates. Atracar furtivamente, con la complicidad de alguna cala oscura. Fingir, beber y actuar. Una vez más, Bill y yo cerramos el bar.
Dia 16. Cairns. Fin de trayecto
Terminaban más de 430 millas náuticas de navegación. Vuelta a la civilización.
Durante este último día apareció en el horizonte, tímidamente al principio, groseramente después, el contorno de una masa heterogénea de bloques de cemento, que horas después se convertirían en apartamentos, chalets, casinos, puertos deportivos, barcos y lanchas que iban y venían, aviones que aterrizaban y despegaban…
La aventura estaba a punto de finalizar. Me sentía como Robinsón Crusoe descafeinado que vuelve a casa. Tras comunicarnos por radio y pedir permiso a las autoridades del puerto deportivo, atracamos no sin alguna dificultad. Al bajar del barco, McDonald´s, Pizza Huts, turistas japoneses, hoteles de lujo, vehículos que escupían humo, restaurantes chinos, salas de juego, agencias de viajes, prisas y gente, mucha gente…
Llegó el momento de las despedidas. Los futuros y planes de nuestra pequeña familia eran muy diferentes. Kathy y yo nos despedimos esa noche de Bill con bastante pena, regalándole lo que más le gustaba: dos botellas de whisky Jack Daniels. Sabíamos que no lo veríamos más. Intentó mostrarse frío y distante. Pero era una pose: terminó desmoronándose y nos ofreció continuar navegando un año más hasta Phuket, en Tailandia, pasando por Darwin, el Parque Nacional de Kakadú, Indonesia, Singapur y Malasia. La tentación era fuerte, sin embargo, hubiera tenido que sacrificar el resto de mi viaje por el Pacífico y África. De Kathy me despedí al día siguiente. Ella continuaba hacia al Norte para encontrarse con unos amigos.