Estoy a punto de finalizar un fabuloso viaje por Australia. La verdad es que nunca imaginé que la improvisación en estado puro me depararía tantas experiencias memorables. Aupa el carpe diem. Durante cinco semanas me entretuve tanto disfrutando en la costa Este que me ví forzado a dejar de lado otros destinos imperdibles, como las junglas del Norte y el Outback (interior) un enorme desierto que cubre casi todo el país. Estando tan lejos de casa cualquiera se ve atrapado por la obligación e irresistible tentación irresistible de visitarlo todo. Pero hay que echarle demasiado tiempo y es muy fácil minusvalorar las distancias.
Australia es uno de los países más atractivos y fáciles de recorrer que he conocido.
Aquí las distancias son enormes: toda Europa Occidental o EEUU cabe dentro de este pequeño continente. La diversidad de sus paisajes, desde los desiertos más áridos hasta las junglas más exuberantes, las larguísimas playas y modernas y bellas ciudades (especialmente Sidney) hacen difícil olvidar esta tierra, ocupada hasta hace poco por los aborígenes. Es fácil disfrutar en un entorno donde, probablemente, la gente goza de la calidad de vida mas elevada del mundo. Los australianos, en contraste con el resto de los anglosajones, suman a esta calidad de vida y riqueza material una afabilidad y hospitalidad contagiosa. Son cariñosos y no rehuyen el contacto físico. Un australiano te da un abrazo después de dos cervezas. El resto de los anglosajones no suelen admitir que entres en su comfort zone, un escudo protector imaginario a medio metro o un metro. Está sensación de proximidad emocional tiene una de sus causas en que el gigantesco país está habitado por poco más de 20 millones de almas.
Por si fuera poco, Australia ofrece una variadísima infraestructura y oferta para que los mochileros se muevan con comodidad. Las ofertas de alojamiento barato y actividades divertidas son casi ilimitadas.
Echo el freno de mano y rebobino cinco semanas. Vuelvo al inicio de esta extraordinaria etapa en la otra cara del mundo y pulso play…
Aterricé en Sidney proveniente de Tokio. No perdí el vuelo de milagro. El tren que me llevaba al aeropuerto nipón tardó dos horas y media en vez de una hora y media, como me habían informado. Llegué al Narita con una taquicardia de caballo diez escasos minutos antes de la hora de despegue. Pero tuve la suerte de que mi vuelo se había retrasado veinte minutos. Corrí como un condenado por las largas terminales y me abalancé sobre el finger que da acceso al avión cuando las azafatas cerraban desde dentro las compuertas de la aeronave. El fuselaje del Jumbo de Quantas estaba pintado de coloridos y divertidos motivos australianos.
Sidney es una ciudad que compite en todo con su hermana Melbourne, aunque la capitalidad insular se la lleva Canberra. Ubicada en la costa Sureste entra junto a San Francisco, París, Ámsterdam y Brujas en el selecto grupo de mis ciudades favoritas en el mundo. Los edificios y chalets zigzaguean en los bordes de una profunda entrada del Océano Pacífico, que hiere la gran urbe como una punta de lanza azul y ondulada y penetra muchos kilómetros, tortuosa y llena de ramificaciones. Su fabuloso emplazamiento se completa con una planificación urbanística estética y sensible al entorno.
Era principio de primavera en el hemisferio Sur, en pleno mes de septiembre. Aún hacía frío. Me alojé en un ruidoso albergue de mochileros en el Distrito Rojo, en el centro de la ciudad. Este barrio es el más popular entre progres, hippies y gente con poco dinero y muchas ganas de vivir, y está repleto de garitos, discotecas, tiendas que no cierran nunca, antros para todos los gustos, policías, sex-shops y show-girls nocturnos. Una mezcla entre Chueca y la Gran Vía en Madrid y el Distrito Rojo de Ámsterdam. El Youth Hostel estaba bien situado como base para visitar el resto de la ciudad. Eric -un alemán con el que coincidí en la habitación- y yo alquilamos dos bicicletas de montaña y pedaleamos de arriba abajo por los vericuetos, calles, barrios y rincones de esta caleidoscópica y multiétnica urbe. Hay que estar en forma porque algunos repechos son asesinos. Aproveché para llamar por teléfono a un par de contactos locales, amigos de amigos. Pasé un día con los familiares australiano-argentinos de Dani Kavcic, y otro día con Paz y Juraj, ella extremeña y él centroeuropeo. Conocí a Juraj en sus oficinas: es director de una agencia de publicidad que ocupa ¡el interior de una iglesia! Además de invitarme a cenar en su bonita casa con vistas al mar, les acompañé a la inauguración de una sala de arte con gente guapa en el barrio bohemio. Jeje, un par de días en las antípodas y me empezaba a creer el rey del mambo…
Un par de días mas tarde tomé un cómodo tren hasta Katoomba, en las cercanas Blue Mountains. Este es un magnífico punto de partida para caminar o practicar bushwalking (vocablo australiano para senderismo). Con una temperatura que rondaba los cero grados y un sol espléndido hice en solitario dos excursiones de un día completo por serpenteantes y escarpados senderos entre cascadas, árboles y una maleza tan densa que me hacía perder la noción del tiempo.