Al cuarto día, finalizados los tres días de competición, celebraciones y descontrol, la masa humana desapareció en pocas horas como una marea que se retira, regresando a algún lugar de las estepas. Resacosos y cansados, cargaban sus bártulos en los animales y carros. Hatgal volvió a su fantasmagórica rutina. Por la noche quedaron sus escasos pobladores, cuatro gatos locos de National Geographic, Jaime, Jeff y un servidor. J & J son dos jóvenes entusiastas americanos del que colaboran con Peace Corps, una ONG norteamericana y están siempre dispuestos a ayudar y contribuir -supongo que desinteresadamente- al desarrollo de la aldea y sus habitantes. Una de sus funciones es impartir clases de inglés. Gracias a ellos, algunos alumnos llegarán a ser guías, como el joven de 19 años Bajtoir.
Era una de las escasas ocasiones en la que podía comunicarme en inglés con un mongol. Le pregunté a Bajtoir donde vivía su familia y me contestó que durante unas semanas estarían acampados en varios gers (o yurts o tipis) en la orilla noroeste del lago, a un día a caballo de Hatgal. A pesar de su sorpresa ante mi petición, consintió en guiarme hasta su familia. Alquilé dos caballos por 7.000 tugriks diarios (menos de cuatro euros), uno para Bajtoir y otro para mí. Nos acompañaría su tío Batilgir, el potentado de la familia y propietario de cuarenta caballos. La perspectiva de adentrarme en la Mongolia más auténtica me puso nervioso y la noche antes de la partida no concilié el sueño. Partimos al amanecer sobre las pequeñas y poderosas cabalgaduras, instrumento esencial para movilizar las hordas que arrasaron medio mundo. Poco a poco, con ilusión y algo de miedo, fui dejando atrás la civilización sedentaria. Éramos tres jinetes que bordeaban el lago, bajo un luminoso cielo sin nubes y un sol delicioso. No recordaba haber visto una naturaleza tan sensual y pura. El aire que respiraba era tan limpio que sentía como si mi cavidad torácica estuviera abierta de par en par hacia el exterior. Me recorrían de vez en cuando unas extrañas oleadas de cálidos temblores, repletos de euforia y agradecimiento. Era uno de los pocos momentos en la vida en los que uno quiere gritar para dar las gracias por existir. Un flash que vuelve de vez en cuando y nunca olvidaré…
El sol se acostaba a cámara lenta escondiéndose detrás de la majestuosa muralla de cumbres nevadas, y la temperatura bajó bruscamente. Me di cuenta de que llegaba a nuestro destino con el trasero bastante dolorido, y la piel me ardía por las quemaduras del sol. Estábamos en una amplia y verde explanada que se volcaba sobre la tranquila y cristalina orilla del lago. A pocos metros de la orilla se levantaban cuatro gers de tela blanca oscurecida por la suciedad, el moho y los viajes. Entre excrementos de yak jugaban niños desnudos de inflados y encarnados mofletes, piel muy pálida y pelo liso negro azabache. Dos ancianas, sentadas en banquetas de madera, ordeñaban cabras en un corralito improvisado y frágil. Dos jóvenes practicaban concentrados la lucha libre, mientras una niña pequeña vestida con harapos jugaba con una muñeca desnuda, tuerta y desmembrada. Bajtoir me pidió que esperase fuera del ger mientras gestionaba mi presentación ante el cabecilla del clan familiar. Los más pequeños se acercaban para observarme, con una expresión mitad sorpresa y mitad espanto. Me pellizcaban la piel y se interesaban por el vello de mis brazos y piernas. Unos instantes más tarde, salió cruzando el bajo y estrecho marco de madera que da acceso al ger (siempre orientado al Sur) un hombre delgado de mediana edad, encorvado y envejecido con una piel surcada por profundas arrugas provocadas por el viento, el frío y el sol de toda una vida a la intemperie. Vestía un jersey azul y raído, un viejo pantalón gris sucio y botas de cuero desgastadas. Fumaba en una extraña pipa.
Se acercó con parsimonia, me reventó los huesos de la mano con su extremidad grande y callosa, esbozando una sonrisa desdentada, y me dio la bienvenida en algún dialecto mongol. Barruntó con autoridad y sin esfuerzo órdenes a algunos de los niños que se arremolinaban divertidos a mi alrededor, y todos se introdujeron en fila en el ger central, algo más grande. Mientras, intentaba mantener una conversación por señas, ya que el inglés de mi guía Bajtoir era muy precario. Minutos después fui invitado a entrar en el ger principal.
Traspasé el marco del que colgaba una enana portezuela de madera (pisar el marco o mantenerla abierta trae mala suerte) y tardé en acostumbrarme a la penumbra de un espacio redondo de tres metros y medio de diámetro y dos y medio de alto en su parte central. El suelo del ger estaba desnudo, sin alfombras, y las paredes eran una estructura circular de metro y medio de altura hecha con listones de madera, sobre la que se apoyaba un grueso paño de piel de oveja, cabra y vaca. De la rejilla hacia arriba se levantaba un techo cónico de la misma piel, con una apertura en el vértice superior para permitir la entrada de luz y ventilación y comunicar con el exterior la estrafalaria estufa que reinaba en el epicentro. Las estufas usan boñigas secas de yak como combustible y sirven como cocina y calefactor. El mobiliario era muy modesto: un par de banquetas y una mesita de madera, una pequeña cama metálica desvencijada, algunos cacharros de cocina, un baúl, varias estanterías de madera y al fondo, un mueble-altar con una imagen de Buda, varias fotos arrugadas y descoloridas de la familia y un espejo rayado. La mitad izquierda del ger se reserva para el cabeza de familia y los visitantes ilustres. En la mitad derecha se desarrollan las actividades rutinarias. Como ocurre en algunos países asiáticos y africanos, el hombre (padre o abuelo) es la cabeza, autoridad y voz del clan familiar y las mujeres y niñas cargan el trabajo doméstico, cuidan de los animales y educan a los hijos más pequeños. Los hombres, sean o no cabeza del clan, pasan la mayor parte de la jornada discutiendo, fumando o durmiendo.
Pasé lo poco que quedaba de tarde sentado en una banqueta en el interior del ger, comunicándome por gestos con los demás miembros del clan que entraban para saludarme y de camino, satisfacer su curiosidad. Esta noche Bachlon, madre de Bajtoir, preparó una frugal cena a base de sabrosos panecillos fritos en grasa animal, y algo de queso y yogur. En esta noche cerrada, llena de estrellas y sin luna, la temperatura dentro del ger había descendido más de quince grados. Cuando desparece la luz del sol todo está muy oscuro, dentro y fuera de mi nuevo hogar. No era tarde, pero llegó la hora de acostarse, que aquí no significa ir a la cama. Todos los miembros de la familia habían entrado en el ger y me preparé para tumbarme en el suelo. Pero Bachlon me agarró del brazo y me señaló la única cama con un gesto que parecía decir este es tu sitio. Tras una débil resistencia, abrumado por tanta hospitalidad, me acosté en el decrépito catre de hierro oxidado de metro y medio de largo con muelles vencidos y chirriantes. Con gesto maternal me tapó con varias pieles asilvestradas. El resto de la familia yacía tumbada y acurrucada sobre el frío y desnudo suelo. Pensaba ¿por qué los que menos tienen son los que mas dan? Pasé el resto de la noche en vela, tiritando de frío.
Al amanecer, nada mas escurrirse los primeros rayos de sol por las rendijas de la gruesa lona de piel, toda la familia se puso en pie como por un resorte. Estaba algo aturdido y solo conseguí espabilarme me metí en calzoncillos en el lago Hövsgöl, cuya superficie se había descongelado hace solo un mes. Durante los pocos segundos que estuve dentro del agua casi congelada me dolió hasta el alma. Comprendí en ese momento el porqué de los relajados hábitos de higiene de los nómadas mongoles.
Era un día espléndido. Después de un desayuno a base de yogur de leche de cabra, Tsa (té) y Shult (fideos con carne), Bajtoir y su tío Batilgir prepararon los caballos. Salimos a galopar. Es difícil expresar con palabras lo que se siente cabalgando en los bosques y estepas de Mongolia, jugando con una naturaleza indómita, con el subidón de saber que no hay humanos en muchos kilómetros a la redonda, acompañado por dos excelentes guías, y a años luz de cualquier rutina occidental. Recordaba aquella cita de Carlos Castaneda, en viaje a Itxlán, que decía: “Difícilmente nos damos cuenta de que podemos cortar cualquier cosa de nuestras vidas, en cualquier momento, en un abrir y cerrar de ojos”.
Sin embargo, la fiesta se estropeó cuando mi pony-caballo tropezó mientras yo hacía el imbécil imitando las habilidades de los jinetes mongoles. Salí disparado hacia delante, y mi cabalgadura pasó a escasos centímetros, rodando como un obús. Bajtoir y Batilgir se doblaban de risa. Yo no.
Tras el susto volvimos a casa para almorzar. Sería un almuerzo muy especial. Después de la bienvenida y el obligado jolgorio a costa de mi caída, me hallaba acomodado en el suelo desnudo dentro del ger, rodeado por la familia cuando apareció Mendoir -hermano de Bajtoir- con una cabra viva pataleando entre sus brazos. Ante mis estupefactos ojos, Mendoir puso la cabra patas arriba mostrando la panza, y con la ayuda de su hermano y un afilado cuchillo, le hizo un largo tajo desde la ingle hasta el pecho. Pero la cosa no quedó ahí. Mendoir se remangó e introdujo el brazo hasta el codo dentro de las calientes entrañas del animal. Hurgaba buscando algo. Se escuchaba un desagradable ruido entre chapoteo y chupón desatascador de duchas. El pobre bicho gemía y se convulsionaba. Entonces, Mendoir exclamó ¡ja! y, con la mano y el antebrazo chorreando sangre, arrancó entre las vísceras un resbaloso y palpitante trozo de carne de color rojo-tinto. Con espanto adiviné que debía ser el corazón. La cabra dejó de moverse y descolgó su cabeza hacia un lado, mirándome con ojos muy abiertos. No sin alguna arcada por mi parte, nos zampamos la carne del animal después de asarla. Me ofrecieron el manjar más exquisito del animal: el globo ocular, una chorreante esfera, del tamaño de una bola de ping-pong, que explosiona dentro de la boca, como una pastosa uva gigante. Desde entonces como menos carne. Tras el almuerzo y algunas partidas de póquer (les enseñe a jugar y nunca me devolvieron la baraja) fuimos otra vez a pasear a caballo. Esta vez tuve más precaución.
Permanecí varios días más en este remoto edén, acogido por el clan de Bajtoir. No pude recuperar la baraja de póquer. Acostumbrados a vivir a la intemperie, un día se les ocurrió organizar un pic-nic en una bonita pradera cerca de los gers. A mitad de fiesta comenzó a llover torrencialmente. Esta gente ni se inmutó. Mis sugerencias para continuar comiendo a cubierto fueron ignoradas, y me sentí como un caballo o una vaca en el campo que tranquilamente sigue comiendo mientras espera, impasible y chorreando, que termine el aguacero. En otra ocasión galopamos por un paraje indómito para alcanzar a un grupo de buceadores coreanos que, vestidos de neopreno, subían apresuradamente por la compuerta trasera de su helicóptero alquilado y huían. Pensarían que éramos un trío de asaltadores de caminos.
El último día entregué algunos regalos y chucherías a los niños de la familia, y tras una triste despedida, cabalgué de vuelta a Hatgal con mi guía y su tío. Dejaba atrás una vivencia intensa y un grupo de nómadas aficionados al póquer…
Por uno pocos euros regresé a Mörön desde Hatgal en un Jeep-chatarra de la segunda guerra mundial. El trayecto de poco más de cien kms fue otra vez una odisea, ya que además de los pinchazos y las averías de rigor, los carriles estaban enfangados por las recientes lluvias. Bajtoir me acompañó hasta el momento de la despedida. Esa noche nos quedamos en el lujoso apartamento de sus amigos, sin luz ni agua. Al día siguiente, tras muchas negociaciones y súplicas a los empleados del aeródromo (no tenía reserva ni billete de avión) conseguí embarcar en un pequeño bimotor de la MIAT, cuyo rumbo era desconocido hasta para la torre de control. Era la única aeronave que despegaría del aeródromo ese día, y tal vez el siguiente. El piloto me aseguró que eventualmente aterrizaríamos en Ulan Bator, destino último, aunque no había ni hora ni día de llegada. Nuestro vagón de metro con alas y conductor de gorra de plato y bandas doradas en las mangas despegó y aterrizó varias veces en diferentes puntos del país, con y sin aeródromo, con pista de tierra o asfaltada. No recuerdo donde estuve, pero sé que visitamos una buena parte de la mitad Norte de Mongolia. Entre turbulencia, susto, luz de alarma y salto en el asiento, uno de los escasos pasajeros me contó que una semana antes otro bimotor de la MIAT se había estrellado sin supervivientes porque, según se averiguó por la caja negra, el piloto había decidido que su hijo de cinco años debía aprender a volar.
Cada vez que nuestro barquito de papel en el cielo tomaba tierra, los pasajeros desembarcábamos y paseábamos durante un rato por la pista de aterrizaje de un remoto aeródromo en algún lugar del país. Se trataba de estirar las piernas, y aunque parezca surrealista, nuestro uniformado comandante de vuelo aprovechaba para extraer de la pequeña bodega situada en el morro del avión algunas piezas de carne y pescado, que colocaba sobre una lona extendida en la pista y subastaba entre los funcionarios locales o cualquier curioso que se acercase.