Repuesto de la odisea aérea, ya en Ulan Bator, compré un billete a Dalan-Dzagad, una pequeña población en el Sur de Mongolia en los arrabales del Desierto del Gobi. Nuestro vuelo directo (¡¡aleluya!!) aterrizó tras muchos botes en una pista de albero que bien podría ser un circuito de moto-cross. El Gobi es una extensísima plataforma llana y árida, dos veces y medio el tamaño de España, compartida por China y Mongolia. En contra de la creencia popular, el desierto tiene pocas dunas y es en su mayoría una enorme y seca estepa, tapizada por tierra rojiza, piedras y una hirsuta capa de matorrales descoloridos y secos. Es un desierto muy frío, con temperaturas en invierno que oscilan entre los 10 y 25 grados bajo cero. El Gobi mongol tiene medio millón de kilómetros cuadrados, y está habitado por una población equivalente a Castellón de la Plana. Son nómadas que durante toda su vida se desplazan con sus camellos, cabras y caballos, en pos de comida y agua.
Bajé al desierto atraído por las aventuras de Roy Chapman Andrews, el científico-explorador en que se basa el personaje de Indiana Jones. Su primer viaje a Mongolia fue en 1920, dirigiendo una flota de mastodónticos Dodges. En 1922, en un capítulo más de su turbulenta vida, Chapman descubrió por casualidad el Flaming Valley o Valle Llameante. En este valle arcilloso de paleta roja intensa se hallaba uno de los mayores yacimientos de la historia de la paleontología: miles de huesos y fósiles de enterrados desde hace mas de 70 millones de años. El americano buscaba el origen de los humanos, el eslabón perdido, pero encontró los primeros huevos de dinosaurio fosilizados. Pocos años después del descubrimiento, Mongolia clausuró todas sus fronteras con el exterior, incluyendo las científicas. Chapman llegó a ser director del American Museum of Natural History, y murió en Carmel by the Sea, una de las joyas de Estados Unidos que cualquier viajero a California no debe perderse. Hoy el Valle Llameante es un lugar inhóspito y abandonado en el que quedan muchas cosas por desenterrar. Me dijeron que, con suerte, hasta yo podría encontrar algún hueso o fósil.
Con un joven estadounidense que trabaja en un museo de Ciencias Naturales de Boston alquilé un decrépito Jeep ruso con conductor, que hacía las veces de guía, mas su hijo de mudo acompañante. Al día siguiente partimos con ilusión en búsqueda del famoso valle, a más de 400 km de Dalan-Dzagad. Nos internamos en el espeluznante desierto con una buena reserva de gasolina y agua, dejando atrás la estela de una gran cortina de polvo que se elevaba cada vez más voluminosa y difusa, buscando un sol cegador. No había carreteras, ni marcas de carriles o pistas. Intuimos que nuestro chófer no sabía adonde iba, a pesar de su simulada seguridad, y el mapa no era de fiar. Dimos vueltas por la nada durante varias horas, hasta que con jolgorio encontramos un grupo de nómadas criadores de camellos que nos indicaron la dirección a seguir. Varias horas más tarde, andábamos otra vez perdidos en un paisaje estéril, aburrido y homogéneo. De repente, como un Pedro de Triana en su cesta de vigía, divisamos un brusco cambio en el horizonte. Varios kilómetros más adelante la árida estepa se hundía violentamente en un enorme cañón de escarpadas paredes de arcilla roja. Con alegría e impaciencia, Marc y yo saltamos del polvoriento vehículo lleno y bajamos al interior del solitario cañón por unas estrechas y resbaladizas sendas. Una vez en el fondo aguzamos la vista y con máxima concentración buscamos cualquier huella que nos pudiera llevar a un hueso o fósil. Antes de la partida algunos locales nos contaron que de vez en cuando quedan al descubierto por la erosión y el desprendimiento periódico de las blandas paredes de arcilla. Varias horas después, tras mucho buscar sin éxito, escuché un lejano eco. Era Marc que gritaba. Corrí a buscarlo. Desde lejos ví que clavaba su mirada en el suelo, absorto. Jadeando llegué a su lado, y sin mediar palabra, señaló algo con el índice: a centímetros de su bota había semienterrado un objeto de unos dos metros, alargado, blanco y redondeado. Sobresalía de la arcilla como la punta de un iceberg en un mar de tierra rojo ocre. Ignorante, no lograba entender que tenía ante mí. Muy alterado, Marc gritó que estábamos viendo parte de una costilla y la cadera de un brontosaurio (!!).
Increíble; parte del bicho yacía ahí delante, tras millones de años, intacto. Me gustaba pensar que antes que nosotros no lo había visto ni tocado otro ser humano. Algo así se suele ver en un museo detrás de un cristal de 5 cm de espesor y varias alarmas. Tuvimos la tentación arrancarlo de su tumba arenosa y llevárnoslo. Pero debía de pesar más de cien kilos. Además, la ley en Mongolia penaliza muy duramente el tráfico o exportación de piezas fósiles o restos de interés histórico-artístico. Posamos junto al hueso para las fotos de rigor y durante varias horas buscamos más restos. Marc me dijo con gesto de alivio que acababa de cumplir el objetivo de su viaje desde EEUU.
Con la sensación de la tarea cumplida, y después de dormir invitados en un ger de nómadas, temprano al día siguiente nos adentramos aún más en el desierto, en busca de las dunas de Khongorin Els, una enorme lengua de arena de 140 km de largo, 15 km de ancho y varios cientos de metros de altura, que se desplaza como una enorme babosa gris clara, milímetro a milímetro. El leviatán de arena avanza docenas de metros cada año, devorando lo que encuentra a su paso. Aunque parezca increíble cerca de las dunas me topé con los científicos americanos, vecinos en Hatgal, en la inmensidad del Desierto del Gobi, 1,000 km al Sur del lago Hövsgol y a 210 km de la población más cercana. Manda güevos. Por si fuera poco, más tarde volvería a coincidir con alguno en Beijing. El mundo es un pañuelo.
Dormimos en un ger abusando una vez más de la hospitalidad de los pastores de camellos. Varios días después retornamos a Dalag-Dzagad con 800 kms de pistas a la espalda, y más tarde a la civilización. Al entrar en Ulan Bator me sentí como si viajara a Manhattan.
No pude evitar visitar los garitos en esta primera noche en la capital. Perdí la cartera, sin dinero, pero con mi única tarjeta de crédito, reservada para usar en situación de emergencia. Fui a comisaría a denunciar la pérdida, la policía me dijo que no me preocupase. Posiblemente el que encontrara la cartera no sabría como usar el pequeño y colorido plástico rectangular con letras en relieve.