MONGOLIA | LAGO HÖVSGÖL

Tras trastear un par de días por una capital que poco se asemeja al resto del país, me puse en camino hacia el Lago Hövsgöl. Me subí a una avioneta de hélice de MIAT (líneas aéreas mongolas) para evitar los 700 kilómetros de terrible carretera hasta la pequeña ciudad de Moron. Allí se trataba de subirse a algún vehiculo para llegar a Hatgal, a la orilla del lago y a unos 100 kilómetros por un carril tortuoso y embarrado. Tuve suerte y en el aeródromo de Mörön conocí a John, un científico regordete y jovial de la Academia Nacional de Ciencias de  EEUU que tenía reservado un jeep con chófer que lo llevaría a Hatgal. Naturalista y entomólogo, tenía la misión de recolectar durante dos meses todas las especies de insectos que pudiese. 100 kilómetros y doce agónicas horas de viaje por senderos intransitables, rodando las huellas de otros vehículos y botando como pulgas en el interior de un vetusto jeep ruso con más años que el seiscientos de mi cuñado. Por si fuera poco, el viaje estuvo aderezado con varios pinchazos, acompañados por largos descansos para dejar enfriar el motor. Muy entrada la noche llegamos a la pequeña y ansiada aldea de Hatgal, a orill

En Hatgal John se reuniría con un equipo de National Geographic que llevaba allí varias semanas estudiando la fauna acuífera del lago. Hövsgöl es el segundo lago de agua dulce más grande del mundo (el primero es el Baikal). Mide 138 km de largo y unos 14 km de ancho. 414 km de contorno sin apenas asentamientos humanos. El lago es de agua dulce muy fría y su superficie permanece congelada seis meses al año. El agua es tan pura y cristalina que el brillo de una moneda que se hunde zigzagueante solo se pierde de vista a treinta y tres metros de profundidad. Una densa vegetación abraza su orilla. Hövsgöl está flanqueado al Oeste por una amenazadora cordillera de picos nevados. Detrás de las montañas viven los escurridizos y exóticos Tsaatan, pastores de renos. Pocos occidentales han llegado a verlos. Es necesario cabalgar una semana para acceder a su entorno, y no hay garantía de verlos porque se mueven constante y aleatoriamente acompañados por sus enormes rebaños de renos.

Las olitas del extremo sur del lago acarician Hatgal, una fantasmagórica y remota aldea con un glorioso pasado derivado de la exportación de crudo arrancado del lecho del lago. La extracción de crudo se prohibió hace varias décadas al transformarse la zona en parque nacional, y la economía de Hatgal se hundió. Hoy es un asentamiento moribundo con poca actividad comercial. Lo habitan personillas silenciosas vestidas con harapos, de caras redondas, facciones orientales y piel tostada, manos callosas y ruda complexión. La mayoría de los aldeanos viven de sus animales y son orgullosos y autosuficientes. Un par de cutres y ruinosos almacenes les venden las especias y artículos básicos que no pueden obtener de sus cabras, ovejas, yaks o yeguas. No pescan a pesar de que el lago esconde una fauna piscícola envidiable. Nunca me explicaron por qué. Las calles de Hatgal son pistas de tierra, anchas y embarradas. Pocas almas se mueven por ellas, excepto algunos perros raquíticos y enfermos, que vagan sin rumbo esperando a que otros perros defequen para alimentarse. También pasean cabras sueltas y algún niño sucio y semidesnudo, con la cara cubierta de churretes y pelo negro alborotado. Un día, a la luz de una luna llena que parecía un brillante plato blanco en una habitación oscura, rodeado de piedrecitas luminosas y parpadeantes, con un grupo de mongoles y con los dos americanos voluntarios en el Peace Corps, jugamos un partido de béisbol, usando un tronco burdamente pulido como bate y calcetines enrollados como pelota. El partido duró hasta que los calcetines se deshilacharon. También recuerdo, no se cuando ni por qué, que en un trayecto a dedo en el cajón trasero de un camión local pasé toda una noche desprotegido bajo una intensa lluvia, acompañado por estoicos pobladores de Hatgal. Increíblemente no atrapé una pulmonía.

Hatgal es uno de las escasas localidades sedentarias de Mongolia, un país de nómadas. El remanente del enorme imperio mongol tiene un tamaño tres veces mayor que España, y sin embargo, sobre sus 1.600 metros de elevación media sin salida al mar se desparraman sólo tres millones de personas, la misma población que en la época de Gengis Khan. Mongolia es el país con menor densidad poblacional del mundo, se podría decir que cada mongol tiene derecho a más de medio kilómetro cuadrado. Debido a las durísimas condiciones de vida, tres millones y medio de mongoles han emigrado a Rusia y China.

En las comunidades mongolas prevalece el clan familiar, y como en otras culturas orientales o africanas, se respeta mucho a los ancianos y antepasados. Poco les importa lo que ocurre fuera de su microcosmos. Es verdad que no necesitan asomarse al exterior, ya que sus animales domésticos les surten de todo lo que necesitan para vivir. Tienen una dieta altísima en proteínas y grasa, viven principalmente de la carne de sus animales, de la leche de cabra y sus derivados, como el queso fresco, el queso agrio secado al sol y el yogur. Para alegrarse los mayores beben Airag una leche de yegua fermentada que sabe a rayos. Las mujeres también se emborrachan, aunque beben a escondidas. Esta nueva dieta me produjo dos días de dolorosos retortijones estomacales.

Los mongoles están muy atados a la naturaleza y a sus animales. Los clanes familiares se trasladan de un lado a otro del país con sus hogares a cuestas, buscando los mejores pastos para sus (aproximadamente) seis ovejas, cuatro cabras, una vaca, un yak y un caballo o yegua. La riqueza del clan se mide por la cantidad de animales que arrastra por el país. Remolcando sus gers o tiendas de fieltro redondas, el clan puede recorrer más de mil kilómetros al año, y es capaz de montar su hogar en menos de cuatro horas. Cuando el pasto empieza a escasear, es hora de recoger los bártulos y reemprender el camino. A pesar de esta inestabilidad, nunca he conocido un pueblo tan libre. Ellos lo saben y no quieren perder esta libertad. El clan solo posee lo que necesita para vivir, porque hay que viajar ligero de equipaje. No crea excedentes y comercia poco. Cumplen el dicho de Sartre “el hombre está condenado al ser libre”. Los nómadas son la antítesis de nuestra sociedad occidental. Cuanto hay que aprender de ellos.

Los mongoles se comunican en un idioma que me resulta absolutamente ininteligible. Raramente hablan una segunda lengua, y si la conocen, es el inglés entre los jóvenes o el ruso entre los viejos. Muchos de los que hablan buen inglés, francés o japonés se convierten en guías turísticos. A pesar del rápido ascenso, el turismo en Mongolia sigue siendo escaso: en 1995 visitaron el país 17.000 personas, 386.000 en 2007. Hay que darse prisa antes de que ver un McDonalds en cada esquina de Ulan Bator. La escasa influencia de las culturas foráneas (excepto la rusa) hace que las tradiciones, costumbres, música y forma de vestir no hayan cambiado en muchos años. Las pocas divisas que entran lo hacen por la exportación de minerales, pieles de oveja, carbón, cobre y lana tipo cachemira. El resto proviene de donaciones. Entre 1990 y 1994 Mongolia sobrevivió gracias a la ayuda internacional. Es todavía una economía excesivamente dependiente de Rusia: los vehículos, maquinaria pesada, armamento y tecnología vienen del vecino del norte. Tras el colapso económico soviético, las fábricas dejaron de producir por falta de piezas de recambio, el armamento quedó obsoleto, los vehículos y maquinaria para infraestructura básica se pudrieron y dejaron de acudir los técnicos moscovitas. Décadas después del colapso de la antigua URSS, Mongolia sigue enfrentándose a una situación muy delicada. Sin embargo hay esperanza porque tras casi un siglo de opresión, la democracia ha entrado con fuerza. Pero la población rural y nómada, casi la mitad de los mongoles, vive desparramada por las interminables estepas. Muchos desconocen los cambios, y si lo conocen, no les importan. Lo esencial es el día a día, y  sobrevivir con sus animales los largos y duros inviernos, con temperaturas que superan los 50 grados bajo cero.