Casi diez días después arrancar el viaje en Moscú me apeé definitivamente del Transiberiano en la gélida Irkutsk, la París de Siberia. Había recorrido sobre las vías más de 5.000 kilómetros. Dejaba atrás muchas historias personales, paisajes y zonas horarias. Casi todos los días tenía que adelantar el reloj una hora.
Era julio en esta bella y decadente ciudad, cercana al inmenso lago Baikal. Sin razón aparente, sentí que me recibía con los brazos abiertos. Luminosa, tranquila, abierta. En Irkutsk se encuentra el último consulado de Mongolia, antes de cruzar la frontera rusa. Tras algunas gestiones fáciles obtuve un visado turístico, que tenía validez durante solo un mes. Fue una mezcla de improvisación y escasa planificación acompañada de mucha buena suerte, ya que me beneficié por pocos días del lento proceso de apertura que viven los países ex-comunistas: sólo 48 horas antes habían abierto por primera vez en décadas las puertas de Mongolia a viajeros independientes. Me la había jugado, una semana antes hubiera tenido que acceder al país bajo el paraguas de un caro tour organizado, o a través de la invitación de un residente en Mongolia.
Los magníficos edificios de la ciudad me recordaron cajas de zapatos vacías. Por fuera, lujo y ostentación. Por dentro, ruina y suciedad. Parecían viejos decorados abandonados de la película Doctor Zhivago. Sirva de ejemplo de la decadencia y el pesimismo que azota al país y a esta maravillosa ciudad lo que me ocurrió al finalizar un bellísimo concierto de música clásica (con una orquesta de 80 músicos) en el semivacío salón de actos de paredes desconchadas de un colegio público, ante una audiencia de niños callados y disciplinados y profesores hastiados. Yo era el único extranjero sentado en una de las sillitas de madera y hierro que desordenadas formaban la platea. Al terminar el concierto de esta especie de orquesta sinfónica de la ciudad (tocaron obras de conocidos compositores rusos) un bedel con bata blanca me rogó en rústico inglés que le acompañase. Le seguí por sórdidos pasillos hasta lo que parecía un aula habilitada como básico camerino. En ella me esperaba el barbudo y voluminoso director de orquesta. Mientras se desabrochaba la pajarita y se quitaba el chaqué sudado con ayuda de algún subalterno, me hablaba con parsimonia y voz ronca en ruso. El bedel de la bata hacía las veces de traductor.
En resumen, lo que el director de orquesta me pidió a modo de elegante y digna súplica es que le organizase una gira por mi país (no importaba cual fuera, era Europa), con toda su orquesta. Necesitaban salir de Irkutsk. Debían salir de la pobreza y escapar de la falta de reconocimiento. En Europa se apreciaría el virtuosismo de la orquesta, y sus chicos podrían ver mundo. Que situación tan triste. Le expliqué a este señor que desconocía el mundo de la farándula. Le hice vagas promesas de que intentaría contactar a algún español que pudiera ayudarle. Esperanzado me dio su tarjeta. Nunca cumplí y me aún me avergüenzo.
En la estación Sortirovochny me subí al Transmongoliano, que baja hasta la frontera, atraviesa Mongolia de Norte a Sur, entra en China por el Norte y llega a Beijing (Pekín) tras recorrer 3.000 kilómetros de desierto, estepas y montañas.
En la mitad mongola de la frontera nuestro tren se detuvo sin aparente razón durante ocho largas horas. Más de cien soldados armados hasta los dientes se apostaron de espalda a ambos lados de cada vagón, mirando hacia los lados, mientras algunos oficiales registraban el interior de cada compartimento y hurgaban en nuestro equipaje. Cuando intenté tomar fotos que documentaran esta extraña situación, un soldado iracundo me empujó y por poco me confisca la cámara.
Una vez terminado el metódico registro, nuestro nuevo tren arrancó ruidosamente bajo un sol radiante y comenzó el periplo a lo largo de interminables y solitarias llanuras. Cuanta paz. El verano también arrancaba y el intenso frío, habitual en esta parte del mundo, había dejado de calar los huesos. Durante ocho meses al año, dos tercios de Mongolia están cubiertos por un blanco y esponjoso manto de nieve.
Al bajarme del tren tuve que patear durante varias horas las calles de la capital Ulan Bator en busca de un hospedaje barato y aceptable. La mitad de la primera noche en mi habitación de 4.500 tugriks (seis euros) la pasé aplastando docenas de pequeñas cucarachas que trepaban por las ajadas y húmedas paredes, y amenazaban con subir a la cama rascándola con sus patitas y palpando con sus antenas.
Me levanté temprano al día siguiente y lo dediqué a preparar el futuro itinerario por el país. Incordié en las pocas agencias de viaje que hay en Ulan Bator. Al contrario que en Rusia, en Mongolia me podía mover libremente, improvisando, sin reservas previas, cambiando sobre la marcha y adaptándome a las informaciones. Es así como me gusta viajar. Las dos recomendaciones más recurrentes fueron, subir hacia el norte hasta el Lago Hovsgol, cerca de la frontera con Rusia, y bajar hacia el sur hasta adentrarme en el Desierto del Gobi, visitando el Flaming Valley. Tampoco debía perderme la colorida celebración de la independencia nacional, el Festival de Nadaam que, casual y afortunadamente, se celebraría en todo el país solo unos días después.