Ya con los pies sobre las baldosas del pequeño y desgastado aeropuerto de Moscú, sentí con intensidad que pisaba tierras lejanas, y paladeaba anticipadamente la miel de la aventura. Por delante mía, docenas de turistas desorientados esperaban en una caótica cola para pasar los trámites de aduana y la revisión manual del equipaje. Un único funcionario, irritado y cansado, hurgaba desganado en las intimidades de cada maleta, dejando caer bragas, cepillos de dientes, calcetines, y creo que una dentadura postiza. La cola era interminable y se movía tan despacio como una marea. Observé que era uno de los pocos viajeros occidentales que esperaban su turno, pacientemente, sin formar parte de un tour organizado.
Atareados empleados rusos corrían de aquí para allá con un walkie talkie pegado a la oreja. Por su aparente estrés parecía que se ocupaban de graves problemas, pero el caos aumentaba a medida que se unían a la cola pasajeros que desembarcaban de otros vuelos. Pero iba mentalizado y cargado de paciencia. Veía en la lejanía la gorra del funcionario destructor de intimidades, tras muchas cabezas y espaldas impacientes. Estaba lejano el momento de la violenta apertura y registro de mi mochila. Mientras, soportaba estoicamente los comentarios de algunas maduras turistas con visera floreada y bolso Louis Vuitton, que me advertían moviendo el índice de los peligros de viajar a Rusia fuera de un tour organizado, y me contaban terroríficas historias que había escuchado en algún lugar y momento que no recordaban. Durante este agónico y lento avance hacia el funcionario aduanero nos adelantó un hombre maduro, de estatura media, que pesaría unos ciento y muchos kilos. Iba enchaquetado, con gafas de sol ancladas en la frente por encima de las cejas y obesos dedos cubiertos de brillantes anillos, pulseras de oro en la muñeca y un grueso y ostentoso reloj. Un par de mozos de aeropuerto le acompañaban empujando torpemente dos carritos llenos de maletas Samsonite recién estrenadas. Con un par de codazos, el gordo se aupó al primer puesto de la cola, cara a cara con el inalcanzable funcionario de aduanas. Un rápido cruce de manos entre los dos, una sonrisa fugaz y donación al canto. El funcionario se apartó inmediatamente sin abrir las maletas, dejó pasar al pseudo-mafioso, y le dijo algo que sonaba como “¡tenga usted un buen día, señor!”.
Poco a poco me iba impacientando y cabreando. Durante la espera se me ocurrió, después de pedir la vez, acercarme a una mini ventanilla con un cartel de “change”, con la intención de cambiar algunos dólares por rublos. Las esbeltas empleadas de camisas blancas y falda azul que corrían por los pasillos sin destino aparente me indicaron con poco interés que el banco estaba abierto. Pero la ventanilla de la oficina se veía cerrada a cal y canto. Dije “¿no ven que está cerrado?” Ellas dijeron en inglés “golpee y abrirán”. Golpeé repetidamente, pero no hubo señales de vida al otro lado. “Siga golpeando y abrirán”. Seguí dando mamporros contra el cristal. Varios minutos después, cuando lo había dado por imposible y volvía resignado mi puesto en la cola, la cortinilla veneciana se levantó. Una marea de norteamericanos de camisa de flores y yo corrimos para comprar rublos. Teníamos miedo de que el displicente cajero, que no paraba de bostezar y no miraba a los ojos, se cansara de atender y volviera a echar la cortinilla.
“Welcome to Russia”, decía un enorme cartel…
Una vez sorteados los obstáculos aeroportuarios llegué a la puerta de salida. Allí tuve que sufrir la agresividad verbal (en ruso) y agarrones de los taxistas que me ofrecían un viaje hasta el centro de Moscú por unos módicos cincuenta dólares, mi presupuesto para un par de días. Me protegía de las andanadas físicas y verbales girándome sobre mí mismo y empujando con mi mochila con trece kilos de ropa, objetos y libros. La mochila llevaba cosida un escudo del Betis. Sanchez Dragó ha escrito: “todo pesa, todo es un lastre para el camino. Para el camino del viajero y el de la vida hay que ir ligero de equipaje”.
Me alejé de la terminal caminando. Una amable anciana vestida de negro me indicó que a 500 metros había una parada de autobús, en la carretera de circunvalación que rodea el aeropuerto. Al llegar, otras dos sencillas viejecitas de anchos tobillos, pañuelo en la cabeza que portaban voluminosos bolsas de esparto me indicaron a través de señas qué autobús debía tomar. Llegué al centro de Moscú por 20 céntimos. Durante el trayecto fui el único pasajero occidental en el lento y desvencijado vehículo de fabricación soviética.
En Moscú viví varios días intrascendentes, alojado en una extraña ciudad-hotel. Los seis bloques-colmena destinados al turismo eran edificios de 20 pisos, con 150 habitaciones idénticas por planta. Cada monstruo de hormigón parecía una galaxia autónoma, con sus bares cutres mal servidos, ruidosas discotecas sin insonorizar, putas somnolientas y vodka barato. Durante el check-in, la recepcionista de mi colmena arrancó la primera hojita de mi librito verde o visado para viajar por Rusia que había comprado en una agencia de viajes en Madrid. En adelante viajaría por este país con un cuadernito parecido a los tickets-restaurant, cuyas páginas irían arrancado los supervisores ferroviarios y conserjes de hotel de cada etapa. Me advirtieron que si perdía una fecha o me desviaba del circuito impuesto tendrían que avisar a la agencia de viajes en España que había gestionado mi periplo ruso. Aprendí demasiado tarde que para moverse por Rusia con un mínimo de libertad y gastando poco es necesaria la invitación de alguna persona u organización soviética. Yo no la tenía y gasté más de la cuenta.
Los dos o tres días que pasé en Moscú fueron anodinos. Ví lo que había que ver: el Kremlin, algunas iglesias y palacios, la Plaza Roja etc. El clima era benigno pero no me gustó el ambiente por las prisas, lo impersonal, el sentirme tan pequeño en una ciudad tan grande, el anticlímax del inicio de un viaje… Además, me encontraba muy solo. Moscú es una enorme ciudad desbordada de edificios antiguos y viejos, de gente que parece deambular sin rumbo, inmigrantes sin alma, feos bloques-tostador de viviendas en cooperativa, majestuosas y mal mantenidas fuentes y palacios y calles abarrotadas de lujosos y oscuros coches alemanes con los cristales tintados. A pesar del mito de la movida moscovita, no encontré atractiva la vida nocturna; escaseaban los lugares de ocio con algo de animación, y los pocos en los que entré eran caros y estaban llenos de prostitutas que sonreían mecánicamente a turistas cincuentones colgados y fornidos mafiosos de mirada hostil. La actividad cultural parecía intensa, pero los billetes de entrada –inflados para los no rusos- eran muy altos para mi escaso presupuesto. Ante este panorama de ciudad grande y fría, decidí posponer mi visita a San Petesburgo para un futuro viaje a Rusia.
Otra voz me llamaba.