Cuando escribo esta crónica, ya llevo en el cuerpo bastantes kilómetros de lo que será un largo y emocionante viaje alrededor del mundo, repleto de experiencias. Algunos de mis objetivos para este largo trayecto poco planificado son viajar a dedo, y sino, en transporte público, trabajar de grumete en algún barco, disfrutar, ser el primer extranjero en años que accede a algún lugar recóndito, vivir, participar en una ceremonia religiosa extraña, compartir, subir una montaña alta, comprender, vivir con nómadas, sentir, tirarme al vacío, aprender, bajar rápidos, volar, caminar cerca de animales salvajes, reír, y todo lo que este mundo quiera ofrecerme.
Hace varios días, ya muy lejanos, dejé mi primera crónica grabada en un CD a una distante y robótica funcionaria rusa, y le di algo de dinero como pago por el favor de enviar el escrito por correo electrónico. Pero mi pequeña historia no salió hacia ningún lugar. Estará enterrada bajo papeles en el fondo de un cajón, en una pulcra y gastada oficina del hotel Intourist donde me alojé. Intourist es la cadena de decrépitos y ridículamente caros hoteles estatales de Rusia. En mi querido esfuerzo literario que ya doy por perdido contaba las primeras vivencias del largo viaje que me espera. Comencé en Moscú y pocos días después me subí en el tren Transiberiano para atravesar parte de Europa y Asia, de oeste a este por el centro de este formidable y extenso país. Apostaría a que la funcionaria que hoy maldigo se ha gastado mi dinero en varios tragos de vodka Stolichnaya.
Redacto esta crónica que lees sentado en una incómoda silla de madera astillada, a pocos metros del feo conglomerado de edificios gubernamentales de Ulan Bator, capital de Mongolia. Miro a mi alrededor y veo un solitario y frío despacho con dos ordenadores antediluvianos, mapas raídos sujetados con chinchetas torcidas y oxidadas a una pared desconchada, y un par de mastodónticos teléfonos de disco. En este cubículo trabaja durante el día Batsegseg, agente de viajes y guía especializada en turistas japoneses. Como en cualquier país, los turistas japoneses son bienvenidos. Dicen que son callados, disciplinados y sobre todo, gastan mucho.
Batsegseg es una amiga local que a hurtadillas me ha prestado las llaves de su oficina, en la que me he colado con alevosía y nocturnidad para escribir. Son las tres de la mañana, la ciudad duerme, y hay mucho silencio, rasgado por los ladridos de algún perro sarnoso que busca comida. Dentro de tres horas veré otro limpio y fresco amanecer en el corazón de Asia. Y dos horas más tarde entrarán en la oficina personas que nunca imaginarán que tuvieron a un español infiltrado durante toda la noche, usando su ordenador.
Así que debo escribir rápido.
Pero déjame retroceder varios años.
Poco antes de iniciar esta odisea había regresado de Argentina. Volví a España después trabajar casi un lustro en este contradictorio, impredecible y maravilloso país, que parece navegar en una tormenta continua. Una etapa que me ha dejado muy marcado. Antes de buscar trabajo y volver a la rutina de oficina, teléfono, estrés y contaminación, me propuse viajar durante dos o tres meses. No importaba donde. Llevaba ya más de ocho años viviendo fuera de España, entre Chicago, Nueva Jersey, San Juan de Puerto Rico y Buenos Aires. Por primera vez en mi vida tenía las tres cosas más importantes para viajar: tiempo y algo de dinero. Ganas las he tenido siempre.
Treinta días después volaba a diez mil metros de altura mirando, a través de un ojo de buey, la interminable alfombra de nubes que se escurría lentamente como un mar de algodón. Escrutaba ilusionado y ansioso el horizonte desde la doble ventanilla de metacrilato rallado de un destartalado y sucio Tupolev, el Jumbo comunista. Mi primera parada: Moscú. Tras recibir muchos empujones a pie de escalera durante el caótico embarque, y mantener una discusión con otro pasajero para demostrar la titularidad de mi asiento, descubrí que el respaldo había cedido hacia atrás noventa grados, convirtiéndose en una tumbona de playa. Temblé al pensar que durante las cuatro horas siguientes tendría que surcar los cielos europeos tumbado involuntariamente boca arriba, enseñando el ombligo y mirando las redondas rejillas de la boca de aire acondicionado. Esta incómoda posición, la ausencia de azafatas que resolvieran el problema (juraría que las había visto subir al avión) y la emoción por el inicio del viaje, hicieron que me pasara el resto del trayecto de pie, paseando por este castillo flotante. Las escaleras interiores al piso superior del Tupolev parecían las escalinatas del salón-comedor del Titanic. Nunca he visto tanto espacio desaprovechado dentro de un avión. Mientras miraba, o más bien soñaba, junto al ojo de buey, ví pasar a mi lado una joven pareja de rusos que, entre risitas y miradas de complicidad, se introdujeron juntos en el estrecho cuarto de baño. Durante los próximos veinte minutos, el cartelito rojo de Occupied no se apagó. Esperé infructuosamente para ver si se abombaba la puerta. Orson Welles dijo: “cuando se viaja en avión solo existen dos clases de emociones: el aburrimiento y el terror”. Un rato después nos sirvió un aséptico y frío almuerzo en ajadas bandejitas de polietileno.