Había llegado el momento que tanto había visualizado en sueños, el día de la partida en el Transiberiano. Arrancaba el verdadero viaje. Empezaba la aventura… internarse en lo desconocido, contactar con otra gente, dejar de hacer el turista, pasear sin rumbo, esperar a que pase algo, improvisar…
En la zarista, decadente y masificada estación ferroviaria Komsomolskaya Ploschad, cientos de personas sentadas en el suelo o tumbadas entre sus numerosos bártulos esperaban indolentemente la aguda sirena que autorizaría la subida al tren. Viejas con pocos dientes y piel curtida y arrugada como una nuez, ataviadas con telas y un pañuelo atado a la cabeza, que no quitaban ojo a sus más de cien kilos per cápita de equipajes, animales y enseres compactados en enormes bolsas de colores chillones. No había turistas europeos. Mi salto al vacío.
Minutos antes de despertar, nuestro larguísimo tren de casi treinta vagones se extendía casi un kilómetro a lo largo de un interminable andén repleto de gente que esperaba sin prisas. Una placa blanca bajo la ventana en el exterior de cada vagón, atornillada sobre un descascarillado fondo verde oscuro decía en ruso: MOSCU-VLADIVOSTOK. Sentía escalofríos.
El mítico Transiberiano es la arteria principal que comunica Oriente y Occidente del país más grande del mundo, con diecisiete millones de km2 (33 veces España). Se construyó en la época zarista y costó las vidas de muchas decenas de miles de prisioneros de guerra, coolies traídos de la India y otros desheredados. La larga y chirriante anaconda de hierro y acero se arrastra durante siete días desde el Este de Europa hasta el Pacífico atravesando bosques, taigas, llanuras y estepas, como una lanza que se hunde en el interior de la placa euroasiática. Utilizado por todos los bandos en las numerosas guerras y revoluciones que ha sufrido Rusia desde que se constituyó, el Transiberiano es una autopista de hierro que desplaza miles de contenedores, toneladas de madera y millones de almas y sueños a lo largo de sus 9.288 kilómetros de vida.
Se acercaba el momento de subir al tren, y los pasajeros empujaban con esfuerzo hacia la portezuelas el equipaje, bártulos y comida necesaria para hibernar muchos días en una pequeña cabina. Apestaba a comida y vodka.
De repente, sonó el silbato y comenzó la estampida: ¡todos a correr! Llegué jadeante y alterado a mi compartimento de segunda clase (hay también tercera clase, atestada de rusos, chinos y mongoles, prohibida a los turistas occidentales), que tenía siete m2 y 2,5 metros de alto, las paredes forradas de plástico imitando madera barnizada, equipado con cuatro cómodas camas-litera plegables, dos por pared, con la cabecera cerca de la ancha ventana y los pies rozando la puerta corredera acristalada que da al pasillo, además de una pequeña mesita plegable bajo una ventana flanqueada por cortinas raídas y anudadas en los laterales, y una maceta con flores de plástico descoloridas. La ropa de cama, limpia, estaba cuidadosamente doblada a los pies de cada litera. La primera y segunda clase acogen a los ricos, mafiosos, militares y escasos turistas europeos.
Entré en mi cabina, que aún estaba vacía, y dejé caer mi mochila. Me acomodé sobre el asiento de sky verde y frío. En silencio observaba los andenes a través del rayado cristal, sintiéndome en una nueva dimensión, alejado de la inmensa estación llena de ecos, esperando la sirena que nos haría arrancar. Eran momentos de intensa emoción. Pronto empezaría el traqueteo y un largo viaje siempre hacia el este que terminaría muchos meses después, arribando a España por la otra cara del globo terráqueo.
Un brusco ruido me arrancó bruscamente de cavilaciones y miedos, se abrió ruidosamente la puerta corredera de la cabina y entraron dos jóvenes militares uniformados, de escasa graduación. Me saludaron afablemente, en ruso, y mostraron cierta sorpresa y alegría al darse cuenta que tendrían a un occidental como acompañante. Pocos rusos hablan inglés o francés. Rápidamente se despojaron de sus uniformes y se pusieron cómodos enfundándose un chándal. No me di cuenta de que empezaba el descontrol hasta que Vassily metió la mano en su bolsa de deportes y sacó una botella de vodka Stolichnaya. La mostró con un guiño y una sonrisa cómplice, sacó tres vasitos como los que se usan para beber tequila, y me indicó con señas que la fiesta comenzaba aquí y ahora. Metió la mano en su bolsa varias veces más, hasta alinear con orgullo en la pequeña mesita bajo la ventana siete botellas de vodka de litro y medio. Sergei vitoreaba mientras Vassily se divertía ordenando botellas y vasitos. Les miraba aterrorizado. Pero rápidamente vencieron mi débil resistencia. Ahora hago memoria y recuerdo vagamente lo que ocurrió durante los tres días siguientes. Creo que terminé comunicándome y babeando en ruso, noruego, lapón, indostán y alguna lengua tántrica.
Me llevaban sin duda hacia el precipicio, que arranca en un pasajero bienestar y locuacidad, seguido de mareo, malestar, y amnesia. Antes de hacer este viaje paralelo, recuerdo que a las 14:00 horas, mientras empinaba el tercer vasito de vodka a pelo, sonó un largo silbato, y un brusco empujón acompañado con chirridos bajo la cabina nos indicaba que comenzaba el más largo viaje en tren. El gigantesco reptil verde, tirado por una vieja y mal mantenida locomotora de 10.000 caballos y 200 toneladas de peso, iba desperezándose y ganando velocidad. El tren salía lentamente de la estación arrastrando su enorme carga humana y material, con las ilusiones de los que regresan a casa y los miedos de los que parten a tierras desconocidas. Yo, con la candidez del viajero que da su primer paso, iba cargado de sueños, ansiedades y deseos. Lao-Tsé dijo: “un viaje de mil millas comienza con el primer paso”.
Durante los próximos 5.185 kms no me toparía con turistas europeos.
En cada vagón de segunda clase hay largo y estrecho pasillo alfombrado flanqueado por grandes ventanas y las puertas correderas que dan acceso a 10 cabinas con 4 literas cada una. Durante el día, las literas de arriba se levantan sobre sus bisagras y enganchan contra la pared con una pieza metálica con forma de anzuelo. Debajo queda un cómodo espacio para sentarse. Al fondo del vagón, antes de llegar a la puerta que ruidosamente comunica con el exterior y el siguiente vagón, hay a la izquierda una cápsula del tamaño de un pequeño vestidor, que contiene un inodoro y un lavabo. Está prohibido usar la taza cuando el tren está parado. No hay ducha. En cada vagón viaja una cuidadora o Provodnitsa, mujer rusa entre 20 y 40 años, vestida con una camisa militar celeste, una sobria falda de corte recto y gorra de tela azul marino con forma de rombo, y una pequeña insignia militar con forma de águila en el pecho. Son responsables de que los pasajeros mantengan limpias las cabinas y el pasillo, de entregar las almohadas y ropa de cama, del controlar los billetes, velar por el orden en el vagón, regañar a los alborotadores y borrachos y ayudar en lo que surja. Nuestra Provodnitsa se llamaba Olga. Tenía 27 años y un carácter bravío. Era delgada, alta y con el pelo rubio y rizado. Me trataba igual que a los rusos, es decir, con rudeza. Recuerdo que alguna vez llegó a increparme.
El tren avanzaba pesadamente y le costaba salir de la interminable periferia moscovita. Me asombré al ver a través de la sucia ventana la miseria de los arrabales. Pero a estas alturas mi nivel de intoxicación etílica había entrado en la fase mareo. Las notas que tomé a partir de ese momento fueron referencias imprecisas garabateadas en un cuadernito, con caligrafía cada vez más distorsionada.
Varias horas después, en el km 289, pasamos por encima del poderoso río Volga. A las 21:00, en el km 357, muy mareado y tambaleante bajé al arcén de la estación de Danilov para comprar algo que llevarme a la boca. Pero el silbato sonó al poco tiempo y me subí al vagón con el tren en marcha. No quiero pensar que hubiera hecho si se me escapa el tren. Esa noche me tocó dormir en la litera de arriba. Vassily y Sergei dormían en las de abajo, totalmente ebrios. Mi cabeza daba mil vueltas y era un amasijo de expectativas, cansancio, alegría desbordante, ansiedad y un poco de miedo.
A las 6:00 de la mañana del segundo día ya estábamos en el kilómetro 957 e hicimos una breve parada de quince minutos en la mal iluminada estación de Kirov. Bajé al andén para tomar aire, pasear y refrescarme. Hacía frío, pero agradecía la suave brisa helada en la cara. De vuelta en el tren recuerdo que el resto del día lo pasé con un buen puntito de alcohol, sin caer en la ebriedad, con la nariz pegada a la ventana, disfrutando del paisaje, intentando comunicarme con gestos y risas con mis compañeros de cabina y recibiendo visitas de otros pasajeros del vagón, que traían botellas de vodka llenas y vasitos vacíos. Los visitantes más serios se marchaban aburridos tras comprobar que el europeo no discernía bien. Al medio día, superada la primera resaca, visité el vagón restaurante, con bancos sin respaldo para cuatro personas flanqueando cada una de las ocho mesas. Esperé mi turno y por ocho dólares me sirvieron un menú a elegir entre Soljanka (sopa), filete Strogonoff, albóndigas con huevos fritos o salchichas, acompañado de pan y bebida (vodka o agua).
A las 18:30 de este segundo día, el tren comenzó a trepar con esfuerzo por las estribaciones de los Urales, la primera zona montañosa. En el km 1.577 pasamos fugazmente a más de 120 km/h por un punto muy importante: un solitario obelisco que señala el fin del territorio europeo y el principio de Asia.
A las 20:40 dejamos atrás los suburbios de Sverdlosk, lugar de nacimiento de Boris Yeltsin, cerca de Ekaterinburgo. Este lugar silencioso fue trágico testigo en 1918 del cruel asesinato en un frío sótano de Nicolás II, el último zar de Rusia, junto a toda su familia y servicio.
En la madrugada del tercer día, mientras todos dormían, estaba de pie junto a una de las ventanas del solitario, silencioso y oscuro pasillo disfrutaba relajadamente de las mágicas noches blancas del verano ruso, en la que el cielo no oscurece completamente, y el sol se esconde a las 2:00 y renace a las 4:00. El silencio venía impregnado por el suave y monótono traqueteo del tren. En tres días había retrocedido la manecilla de mi reloj tres veces, lo que suponía ya una gran diferencia horaria respecto a mi punto de partida en Moscú.
En esta balsa de paz y quietud creí escuchar un ruido suave y distante. Me giré y discerní al final del pasillo una rendija de luz que brotaba de la cabina de la Provodnitsa. En la penumbra se recortaba una silueta esbelta e inmóvil. Afinando la vista intuí que Olga me invitaba a acercarme, moviendo el brazo. Cuando estaba cerca me preguntó un susurro y uniendo el pulgar y el índice si quería tomar un té. Contesté afirmativamente con la cabeza. Me hizo pasar a su cubículo, débilmente iluminado por una vieja lamparita. Su compartimento parecía un apartamento para muñecas. Permanecía el silencio, interrumpido por el suave y monótono tac-tac, tac-tac del tren. Olga estaba descalza y solo llevaba una bata de color claro, sobre la que se proyectaban sombras temblorosas. Fugazmente noté que se había pintado los labios de un color claro. Con una señal me indicó que me sentase en la litera que servía de asiento. Se dio la vuelta y corrió el pequeño cerrojo de la puerta. Con una dulce sonrisa se acercó a mí y me puso la mano izquierda en la mejilla. Su mano derecha tiró del lazo que cerraba la bata por la cintura. El lazo cayó al suelo como una serpiente muerta. La bata se deslizó cada vez mas rápido por su piel hasta caer en el suelo alfombrado. Olga no llevaba nada debajo. La miré de manera inquisitiva, me sonrió con autosuficiencia y empujándome suavemente hacia atrás, puso su índice sobre mi boca. Apagó la luz.