TANZANIA | ZANZÍBAR

Tras pasar dos inolvidables semanas en el Norte de Tanzania descendí en dirección sureste, arrinconado en el asiento roto de un abarrotado autobús local, y rodeado de animales domésticos y bebés llorones. Buscaba la costa, hacia Dar es Salaam, capital de Tanzania. Mi plan era embarcar en un ferry que me llevase a Zanzíbar.

Dar es Salaam tiene poco que ofrecer al viajero, como suele ocurrir en las capitales de países poco desarrollados. Desordenada, sucia, incómoda y ruidosa. En la universidad me dejaron utilizar un ordenador para escribir este texto. Me llamó la atención que la numerosa población de origen hindú parece tratar con cierta altivez a los nativos africanos, y es propietaria de muchas empresas y comercios. Una situación parecida la había visto en las islas Fiyi. En un céntrico café me abordó un tanzano hindú bien vestido, con aspecto blando y  desagradable, y me rogó que le disculpase por su franqueza pero que yo le ponía cachondo y le encantaría conocerme mejor.

Zanzíbar es una isla llena de magia en la que el tiempo se ha detenido y donde conviven armoniosamente una multitud de etnias llegadas de diversos lugares del Océano Indico. El bagaje histórico de esta isla es apasionante, resultado de su pasado como centro del comercio de esclavos y mayor exportador mundial de algunas especias.

Si en el Norte de Tanzania lo interesante fue la fauna y la naturaleza, en Zanzíbar ha sido su gente y sus paradisíacas y tranquilas playas. Pasé varios días en la playa de Jambiani, en la costa Este, en compañía de tres finlandesas, una inglesa y dos americanas. Desde luego, Zanzíbar es el lugar perfecto para una romántica luna de miel: la ciudad antigua y sus callejuelas conservan su vieja fisonomía, ambiente y olores. La población local es amable y aún no está demasiado maleada por el turismo. Todo queda cerca y los precios son muy razonables. Existe suficiente infraestructura hostelera para atender los caprichos de turistas y mochileros. Pero lo mejor son las larguísimas playas de la costa Este, de fina arena blanca, un mar turquesa y cabañas para todos los gustos. Un magnífico lugar para desconectar y relajarse.

Sobre la historia de esta exótica isla, dice J. Reverte en “El sueño de Africa”:

Zanzíbar es una isla alargada de 87 km de largo y 37 en su parte más ancha. Se dice que no hay barco que al cruzar desde el continente no pueda ser visto desde la isla, tal es la claridad de su cielo. Su nombre viene de “Zenji-Bar” o tierra de gentes negras. Esta isla ya se menciona en “Las mil y una noches”. En 1698, Seif bin Sultan, señor de Omán, envió una fuerza naval que acabó con el dominio portugués de esta isla. Pasó a formar parte del Reino Omani, que iba por la costa desde Somalia hasta Mozambique. El dinero comenzó a entrar a raudales en la isla, donde tenían residencia los principales traficantes de esclavos. Seyyid, sultán de Omán, decidió establecer su capital en Zanzíbar y hacerse rico con rapidez, trasladando hasta allí su corte desde la lejana Muscat, en el territorio de Omán. Se abrieron consulados de Francia, Alemania, Inglaterra, EEUU y Portugal. Seyyid, además de ocuparse de hacer más productivo el tráfico de esclavos, hizo plantar en todos los territorios cultivables de la isla árboles de clavo y, en menor número, otras especies como la pimienta y la canela. En pocos años, Zanzíbar llegó a ser la primera productora de clavo del mundo. Cuando murió, Seyyid dejó tres viudas, setenta concubinas y 36 hijos vivos de los 112 que tuvo.

La presión de los ingleses acabó con el tráfico de esclavos en 1888, y se procedió al reparto colonial de los territorios del Africa continental entre Alemania y Gran Bretaña. Zanzíbar se convirtió en protectorado británico. Nueve sultanes más continuaron la línea sucesoria se Seyyid Said. En Diciembre de 1963 la isla accedió a la independencia y se acogió a la Commonwealth. Pero en 1964 estalló una violenta rebelión entre los nativos africanos que en pocos días causó miles de muertos entre los árabes. Otros miles huyeron, mientras se instalaba un poder revolucionario en la isla. Los hijos de los esclavos liberados y los swahilis que habían vivido como siervos de los crueles sultanes durante decenios se cobraban cumplida venganza de la nobleza árabe, de los nietos de los esclavistas y de los cortesanos de los reyes. La rebelión estaba apoyada por Dar es Salaam y por el Presidente Julius Nyerere. En poco tiempo, Zanzíbar y Tanganika se unían en una sola nación que recibía el nombre de Tanzania.

La historia de este lugar privilegiado esta empañada por su haber sido una enorme bocana que vomitaba esclavos hacia medio mundo. Se estima que durante cuatrocientos años entre 20 y 30 millones de africanos fueron enviados como esclavos a las américas. Viajaban durante dos o tres meses como sardinas en lata en viejos cascarones de madera, muriendo casi la mitad durante el infernal trayecto de hambre, sed y enfermedad. Lo que les esperaba después no era mucho mejor: una vida de esclavitud trabajando de sol a sol recogiendo algodón, cortando caña de azúcar, sirviendo en caserones estilo colonial, en Brasil, Caribe o Sur de Estados Unidos.

Dice R. Kapuscinski en Ébano:

los traficantes de esclavos despoblaron el continente y lo condenaron a una existencia vegetativa y apática… hasta hoy en día África no se ha desprendido de esta pesadilla, no ha levantado cabeza tras semejante desgracia… las consecuencias también son psicológicas. Envenenó las relaciones personales entre los habitantes de África, les inyectó odio y multiplicó las guerras. Los más fuertes intentaban inmovilizar a los más débiles para venderlos en el mercado, los reyes comerciaban con sus súbditos; los vencedores con los vencidos y los tribunales, con los condenados. Semejante comercio marcó las psique del africano, con el estigma tal vez más profundo, doloroso y duradero: el complejo de inferioridad… En este comercio, Zanzíbar se revela como una estrella negra y triste…

Un día me invitaron a jugar un partido de fútbol en la playa, once contra once. El único blanco en el terreno de juego. Están acostumbrados a ver en televisión la Premier League inglesa y piensan que cualquier futbolista caucásico se llama o Cristiano o Ronaldo. A los cinco minutos el capitán de mi equipo, que perdía estrepitosamente, me sugirió con delicadeza que podía tomar un descanso. No me dejaron entrar otra vez en el campo.

Tras vaguear durante varios días por las playas, con la ramita de trigo colgando de la comisura de la boca, descalzo, con pareo y cansado de estar tumbado boca arriba con las manos abiertas detrás de la cabeza, decidí que había que ponerse en marcha otra vez. Rumbo a Zimbabue.